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18 de mayo de 2022, 4:00 AM
18 de mayo de 2022, 4:00 AM

Por Ronald Nostas Ardaya, Industrial y expresidente de la Confederación de Empresarios Privados de Bolivia

El conflicto bélico entre Rusia y Ucrania está alterando el equilibrio geopolítico planetario, y ya reporta nuevas conmociones en la economía del mundo, cuando apenas nos estábamos recuperando de la tragedia del covid-19. A cuatro meses de sus inicios, emerge como la conflagración más compleja de nuestra historia, debido fundamentalmente al nivel de interdependencia global que hemos alcanzado en materia comercial, financiera e informativa.

Esta nueva realidad, junto a los efectos cada vez más visibles de la crisis climática, la recesión, el aumento de la pobreza y una probable estanflación, está produciendo sismos en todos los continentes y nos conduce irremediablemente hacia una tormenta perfecta.

Según el FMI, la onda expansiva de la guerra ya ha causado el aumento del costo de la energía y los alimentos, la alteración en las cadenas de abastecimiento y la incertidumbre en los mercados financieros internacionales. Un reciente informe de la FAO reporta que 193 millones de personas en 53 países sufren en este momento de inseguridad alimentaria aguda, mientras que la ONU ha advertido de un colapso del sistema alimentario mundial. Productos como cereales, aceite, leche y carne están registrando subidas históricas en los mercados internacionales, mientras que el petróleo ya superó los 100 dólares por barril.

Latinoamérica no es ajena a estos procesos. Aunque los efectos distan mucho de los que sufre Europa, nuestra región ya se ha visto afectada por los síntomas que advirtió el FMI. La escasez de maíz y trigo genera subidas de precios en la mayoría de nuestros países. Argentina ha suspendido la exportación de harina y semilla de soya para prevenir una crisis que agrave su altísima inflación. Tras la decisión de Putin de suspender la exportación de fertilizantes, también Brasil queda expuesto y al borde de la catástrofe, pues el 25% de su agroindustria y su ganadería depende de estos productos.

En Bolivia, el efecto de la elevación de los precios internacionales del petróleo y el gas, nos llevó a negociar en $us 20 el millar de BTU con Argentina, muy por encima de los $us 8 que nos pagaba en 2020; pero al mismo tiempo subió el costo de importar la gasolina y el diésel. Se estima que las ganancias por los nuevos precios sean parecidas a las pérdidas por la creciente subvención de carburantes.

Un segundo efecto es la carestía de la harina de trigo, a lo que se suma la negativa del Gobierno a importar maíz para paliar el déficit generado por la sequía; ambos casos tienen que ver con el aumento de los costos en los mercados internacionales.

De no tomarse medidas urgentes en el corto plazo, los precios de alimentos procesados y de otros que no producimos suficientemente, y que dependen de la importación, también podrían encarecerse. De hecho, ya sufrimos el aumento de precios en insumos para la industria, maquinarias, repuestos, equipos y tecnología importada, cuya variación no está incluida en el cálculo del IPC, pero genera una inflación invisible e igual de dañina.

Algunos analistas consideran que Bolivia puede beneficiarse de la guerra, por su condición de exportador de gas, minerales, urea y soya, sin considerar que, tras décadas de inacción e ineficiencia estatal, no hemos desarrollado capacidades para exportar a gran escala estos productos. El caso del gas es muy ilustrativo, ya que, por los fracasos de la política de exploración y el aumento de la demanda interna, no tenemos reservas suficientes para atender nuestros mercados tradicionales y menos para abrir nuevos. Esto afecta también a la urea, cuya planta no opera con toda su capacidad y precisa detener permanentemente su funcionamiento. En minería, tampoco tenemos producción actual relevante, ya que las políticas regresivas han impedido el ingreso de las grandes inversiones que requiere este rubro. Finalmente, el Gobierno actual está empeñado en seguir prohibiendo los OGM y la biotecnología, lo que nos condena a producir solo para el consumo interno, sometiendo la capacidad de exportaciones a las decisiones políticas.

Otro aspecto a considerar es que con la misma ganancia obtenida por el aumento de la venta de los commodities, importamos productos, bienes, maquinarias e insumos a mayor precio y pagamos más por transporte y fletes, ocasionando que las eventuales utilidades en un rubro se pierdan por los mayores gastos en otro.

Pese a la dimensión y gravedad de la crisis y la evidencia de su cercanía, preocupa que las instituciones y autoridades del Estado no hayan diseñado un plan de contingencia ni estén tomando medidas integrales de mitigación, ante amenazas tan sensibles como el aumento de la pobreza y la crisis alimentaria. De nuevo esperaremos que la providencia o la solidaridad internacional nos ayuden cuando llegue la catástrofe.

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