Raúl Selum es uno de los médicos que está en la trinchera, a veces en la Emergencia del Hospital Japonés, otras en los domos, o también en una clínica privada donde brinda sus servicios

6 de agosto de 2020, 14:15 PM
6 de agosto de 2020, 14:15 PM

Santa Cruz ha tenido hasta el miércoles 29 de julio 1.029 fallecidos por el nuevo coronavirus y de esas pérdidas, 52 han sido profesionales de salud. 32 fueron médicos y 20 enfermeras -el dato es del presidente del Colegio Médico, Wilfredo Anzóategui- . Estuvieron en la trinchera curando infectados, pero como en toda guerra, hubo bajas.

Lo que los llamados ángeles de mandil blanco están viviendo y lo que ha estado pasando estos últimos cuatro meses de pandemia adentro de los nosocomios, da para escribir un libro. La realidad ha superado a la ficción y a los pronósticos de epidemiólogos y autoridades.

Raúl Selum es uno de los médicos que está en la trinchera, a veces en la Emergencia del Hospital Japonés, otras en los domos, o también en una clínica privada donde brinda sus servicios. Tiene 41 años y enormes ojeras que viene arrastrando por las características de su oficio -es emergenciólogo- y por la pandemia que no ha dado tregua. En ocasiones las ojeras tienen por marco un surco profundo en la piel, ocasionado por llevar por horas las antiparras puestas durante el trabajo.



El Dr. Raúl Selum/Foto: Jorge Uechi

Trabaja 90 horas a la semana. Dependiendo del día hace turnos de 12, 24 y hasta 36 horas. Sus únicos días libres son jueves y miércoles por la mañana. Labura extra para poder costear los gastos que generan las sesiones de estimulación que requiere su pequeño de dos años y siete meses, pues vino a este mundo con autismo en grado uno. Durante la emergencia sanitaria –ahora el país asumió la denominación de estado de calamidad- mucho se ha escuchado de los epidemiológos e infectólogos, pero Selum es emergenciólogo. Una especialidad relativamente nueva, en el país no suma más de medio centenar. Son los profesionales llamados al manejo inicial del enfermo grave.

Pero Selum no solo es un profesional de la salud, como se dijo, en los hospitales hay personas de carne y hueso, no máquinas. En este caso, Selum además de médico es un nieto de libanés –por lo demás es más camba que la yuca, dice él mismo-, quedó huérfano de padre y madre a los cuatro años y fue criado por su tío.

Inicio del rito

Si va a ingresar a la Emergencia tarda en vestirse unos 10 minutos. Colocarse el equipo de protección personal (EPP) no cuesta tanto, cuando hay más riesgo de contagiarse es al momento de retirarse el EPP. Si va a trabajar en los domos las medidas de bioseguridad son más estrictas. Hay que ducharse y ser más caducos porque es ahí donde se está más sometido a mayor carga viral.

“En el ambiente -en los domos-, prácticamente se respira el virus, por lo que, a mayor carga viral, mayor precaución”, explica Selum mientras asegura que nadie quisiera estar en ese lugar, no es grato.

“Estar metido en ese traje no es para nada cómodo, es caliente, y si uno tiene ganas de orinar primero se tiene que fumigar con un desinfectante, luego se saca el traje, lo vuelve a desinfectar y se va a la ducha. Después de eso recién se puede ir a un área limpia a orinar”.

Basta tres horas de llevar puestas las antiparras para quedar marcado. “Es como si le hubieran echado guasca a uno en la cara”, intenta graficar.

Menos mal que estos últimos días ha hecho frío, porque cuando hace calor es una tortura estar dentro de ese traje. “Es como estar con un impermeable grueso, se suda increíblemente, y uno llega a las horas finales del turno con síntomas de deshidratación”.

¿Cuáles son esos síntomas? Labios y boca seca, saliva espesa, cansancio, mareo. “No es severo, pero ya uno no trabaja igual”, confiesa.

Bajas entre los mandiles blancos

“Nos llaman héroes de bata blanca, pero nosotros solo estamos cumpliendo con nuestra obligación. Es que ahora es muy diferente (esta pandemia lo ha empeorado todo) porque la gente sabe que si va a una sala de emergencia con coronavirus puede entrar solo con el pasaje de ida y se pone triste”. Eso hace el oficio más difícil de encarar. Una vez más, los médicos son humanos, no máquinas.

“He visto colegas infectados hablar por teléfono con su familia y pedir disculpas, y cuando uno es un amigo o colega ver eso es difícil”. Muchos compañeros de trabajo han caído con el virus. Al principio eran conocidos de vista, pero ahora hora son amigos cercanos. “Se nos está cerrando el círculo y varios se están yendo”.

Pero igualmente es duro, frente a un desconocido, el tener que explicar y convencer a quien necesita ser intubado, que conectarse a un respirador “no es un beso a la muerte”.

Para el equipo de emergenciólogo, intensivista e internista que asiste a un paciente que va a ser intubado, es parte de la preparación el explicar por qué es necesario el procedimiento, cómo se lo va a hacer y conseguir el consentimiento del paciente. Por último, hay que darle unos minutos -casi todos lo piden- para que digiera la noticia, cierre los ojos y en muchos casos, se pongan a rezar en voz baja. Lo que sigue es que el paciente la siga luchando.

En junio pasó lo que todos quienes están en la primera línea de contención temen: Selum contrajo el nuevo coronavirus.

Del 1 al 21 de junio se aisló, tuvo síntomas leves, fueron dos días de escalofríos y un poco de diarrea. “Es mentira que uno no sienta miedo, pero por mis síntomas me di cuenta que no era tan grave. El aislamiento fue para no contagiar, claro que siempre volvía el miedo a que la cosa empeore, de que pueda necesitar un respirador, pero el malestar me duró poco, luego estuve prácticamente sano”. El aislamiento fue duro por no poder tocar ni besar a los suyos.

Los médicos tienen su última voluntad por escrito

“Pese a que a mí ya me ha dado, hay una probabilidad mínima de que me vuelva a infectar y que sea peor y no la cuente. Es bueno tener todo listo. Yo pensé que era el único, pero charlando con mis colegas, muchos ya lo han hablado: dónde quieren que lo internen, qué pasará si se mueren… todas esas cosas, a mis 41 años, nunca me planteé que las tenía que planificar, pero tomando en cuenta las circunstancias, es mejor hacerlo”.

Lo mejor y lo peor

“La peor forma de morir es por falta de aire, la persona se fatiga, verla es desesperante. Al principio de la pandemia cuando no había respiradores había que hacer malabares… he visto caras de terror al intentar respirar, eso ha sido lo peor para mí, es lo que más me ha marcado de esta pandemia, el ver luchar por una bocanada más de aire”.

El equilibrio para no perder la cordura ha sido poder dar de alta a un paciente después de haber estado conectado a la máquina. Esa es la mejor parte, “yo le aseguro que a los médicos que le aplauden a ese paciente, se les caen las lágrimas…”.

Selum se considera una persona fuerte, entre comillas, pero estos cuatro meses han puesto a prueba sus 16 años en el ejercicio de la profesión. Porque Selum, al igual que todos los mandiles blancos, antes de ser doctor, es un ser humano, no una máquina.