Es innegable que la Primera Guerra Mundial definió una nueva forma de combatir. A lo largo del conflicto, se dispararon más de dos mil millones de piezas de artillería en el Frente Occidental. Muchas de ellas no explotaron en su momento.

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11 de noviembre de 2024, 9:02 AM
11 de noviembre de 2024, 9:02 AM

Cerca de Verdún, el bosque de Spincourt alberga un claro de 1.000 m2 en el que no ha crecido nada desde hace un siglo. Las consecuencias medioambientales de los conflictos armados son a menudo poco conocidas, pero no por ello dejan de ser colosales. Y duraderas. Ciento diez años después del estallido de la Primera Guerra Mundial, algunas zonas del frente siguen siendo inhabitables. Daniel Hubé, geólogo y doctorando en Historia, lo explica.

Por Nicolas Pagès

Pronto se colocará una cúpula en el lugar. Este claro en el bosque de Spincourt lleva las cicatrices de un conflicto que atormentó a la tierra tanto como a los cuerpos. Hace casi cien años, más de 200.000 proyectiles de arsénico disparados por el ejército alemán fueron destruidos aquí, a falta de una alternativa. 

La zona es tóxica y está prohibida al público. Los residentes locales le han dado un nombre: la “plaza del gas”.

Es innegable que la Primera Guerra Mundial definió una nueva forma de combatir. A lo largo del conflicto, se dispararon más de dos mil millones de piezas de artillería en el Frente Occidental. Muchas de ellas no explotaron en su momento. 

En los meses que siguieron al armisticio, los habitantes de las antiguas zonas de combate se vieron sometidos a un riesgo incesante y a accidentes cotidianos. 

En 1929, sólo en la región del Mosa, 127 trabajadores de salvamento y pirotécnicos murieron en el transcurso de la seguridad de los antiguos campos de batalla. Y el peligro persiste. “Se siguen desenterrando dispositivos en muy buen estado”, afirma el geólogo Daniel Hubé. “En varios lugares, se camina literalmente sobre proyectiles”.

Muy poco después del conflicto, las autoridades delimitaron “zonas rojas”. Ante el peligro, muchas actividades se prohibieron temporal o permanentemente. Pero se alzaron voces. Los departamentos gubernamentales recibieron fuertes presiones para reducir el tamaño de las zonas prohibidas. 

Los agricultores del Pas-de-Calais, en particular, estaban impacientes por volver a cultivar algunas tierras especialmente fértiles. En este departamento, la “zona roja” medía 26.000 hectáreas al final del conflicto, frente a sólo 472 hectáreas cuatro años después. El mensaje había sido escuchado.

“El final de la guerra fue más contaminante que la propia guerra”

Nunca antes en la historia un país había tenido que deshacerse de tantas armas en tan poco tiempo. Los estados mayores habían mantenido su potencia de fuego, preparándose para una ofensiva final en el verano de 1919. El toque de clarín del 11 de noviembre de 1918 cogió a todos por sorpresa. Campos y fábricas se llenaron de stocks de armamento, que no tuvieron más remedio que ser eliminados. 

En el periodo de entreguerras se destruyeron en Francia dos millones de toneladas de municiones. “El final del conflicto fue más contaminante que la propia guerra”, afirma Daniel Hubé. Y añade: “Paradójicamente, la limpieza de los campos de batalla fue muy contaminante”.

Al principio, los ejércitos movilizaban a los prisioneros de guerra para hacer explotar gran parte de la munición restante. Estas operaciones de estallidos, llevadas a cabo generalmente en antiguas zonas de combate, devastaron zonas naturales ya marcadas por cuatro años de guerra industrial. 

Otros proyectiles, algunos químicos, fueron sumergidos en el mar o en lagos. Superado, el Estado decidió en 1920 delegar la destrucción de las armas en operadores privados. Algunos industriales hicieron una verdadera fortuna.

Un lento despertar

En la segunda mitad del siglo XX, el desarrollo de diversas actividades de ocio, como la espeleología y el submarinismo, permitió descubrir numerosas municiones enterradas o sumergidas. Las autoridades se dieron cuenta de la magnitud de los daños en la década de 1990. Se emprendieron obras de saneamiento en los lugares más contaminados, como el lago de Gérardmer en los Vosgos y el Bleu d'Avrillé en Maine-et-Loire.

Hoy en día, la cuestión de las consecuencias medioambientales de los conflictos ha cobrado importancia. Desde 1999, las Naciones Unidas han publicado más de veinte informes sobre el tema. Guerra en Kosovo, Ucrania o Gaza: la organización los ha estudiado todos, con el objetivo de elaborar un derecho internacional que reduzca los daños medioambientales en tiempos de guerra.

Setecientos años para purgar Francia de municiones enterradas

En 2011, el descubrimiento de iones de perclorato en el agua del grifo de varias zonas del norte y noreste de Francia desató la polémica. Y con razón: el mapa de las zonas afectadas coincidía en gran medida con el de los frentes de la Gran Guerra. ¿Fue sólo una coincidencia? Daniel Hubé se muestra escéptico. 

“Esta contaminación está probablemente vinculada a los explosivos de perclorato dejados en los campos de batalla”. “Pero también existe la posibilidad de que sea de origen agrícola”. En otoño de 2012, el agua potable de más de 500 municipios de las regiones Nord y Pas-de-Calais fue declarada no apta para el consumo. Diez años después, las dudas persisten.

El suelo francés en su conjunto sigue profundamente marcado por la guerra. “No hay otro país en la tierra que haya vivido tres grandes conflictos interestatales en su territorio en menos de un siglo”, resume Daniel Hubé. 

La agencia de Seguridad Civil calcula que se necesitarán 700 años para purgar completamente el suelo francés de municiones enterradas. Queda mucho trabajo por hacer.