En Concepción, los focos de incendios pasaron de 14 a más de 70 en una sola semana. Pese al desastre en toda la Chiquitania, la gente sigue chaqueando. No hay quien registre, administre y se encargue de la logística de los voluntarios

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1 de septiembre de 2019, 4:00 AM
1 de septiembre de 2019, 4:00 AM

“Meterse al fuego es como entrar en una piscina y tratar de aguantar la respiración. No hay qué respirar ahí adentro. Tenés dolor de cabeza, dolor de estómago, dolor de todo. Lo único que querés es salir de ahí”, dice Pablo Roberto Quispe, 19 años, estudiante de Ingeniería de Procesos de la Universidad Gabriel René Moreno. Está perfectamente uniformado: botas de seguridad, pantalón ignífugo metido en la caña, camisa azul de algodón, casco, barbijo, antiparras. Nada de eso sirve demasiado dentro de un incendio. La sensación, el instinto natural, indica correr, alejarse de las llamas, pero él, como sus compañeros, están aquí, en Concepción, para meterse en los campos en llamas y tratar de apagarlo.

“Ni los mismos equipos hacían efecto para respirar tranquilo. El barbijo N65, que en teoría te permite respirar, no sirve”, añade su compañero Bryan. “Las botas no sirven de mucho tampoco. Uno pisaba y era sofocante el calor, era como si uno no tuviera nada puesto”, añade Sheiling Hurtado, que caminó 16 kilómetros cargando una mochila de 20 kilos antes de enfrentar el fuego.

De todos lados del país, bomberos voluntarios llegan hasta Concepción para enfrentarse a más de un desastre: por un lado, está el fuego, un organismo vivo e inteligente que no se quiere extinguir, que se alía con el viento y se renueva cuando se lo cree vencido. Por otro está la desorganización del operativo, cada estamento del Estado actúa por su cuenta.

Por un lado, está el Gobierno central, con el Ejército y las empresas petroleras atendiendo un área, apoyándose en helicópteros. De otro está la Gobernación a cargo de otro frente. En medio están los voluntarios con ganas de apoyar, pero sin medios: veletas a merced del viento, como el fuego.

El tercer desastre al que se enfrentan son los propios vecinos. Cuando los voluntarios terminan de apagar un incendio, llega alguien y lo vuelve a encender. Es época de chaqueo y las dos millones de hectáreas no disuaden a la tradición campesina.

“El último incendio que atendimos era netamente provocado. Encontramos una llanta al borde de la carretera y, otra, a 50 metros más al medio del pastizal”, cuenta Johnatan Uriona, cochabambino, paramédico y estudiante de Derecho que no confesará que está de ‘cumple’ hasta que sus compañeros de brigada lo rodean y lo bañen con agua. “Porque es un buen compañero, porque es un buen compañero y nadie lo puede apagar”, le cantan. Johnatan es bombero voluntario de la Policía, tiene cinco años de experiencia en el parque Tunari, pero sus instructores no lo quisieron traer a la Chiquitania. Le explicaron que no había seguro ni logística para bomberos experimentados como él. Igual vino. “Los bomberos somos extraños: entramos corriendo a lugares de donde la gente sale gritando”, dice.

Está aquí con sus propios medios, gracias a un grupo de WhatsApp que creó Danitza Sejas, ex rescatista SAR, clase 2007, que se cansó de protestar en la llajta y decidió entrar en acción. Contactó a otros ocho brigadistas experimentados, compraron pasajes de flota y se vinieron con lo que tenían puesto. En el camino, personas se les acercaron y les dieron unos cuantos pesos para ayudarlos.

El incendio provocado que atendieron el viernes, estaba en San Silvestre. Los llevó un tipo de apellido Méndez, el dueño de la estancia y cuando le dijeron que ese fuego no era natural, desapareció. La brigada cochabambina apagó las llamas y fue ‘rescatado’ por otro ganadero que pasaba por el lugar. Les dio leche, agua y bebidas isotónicas para que le apagaran el incendio de su propiedad.

“En el parque Tunari hay árboles grandes, el incendio es fuerte pero no existe tanta maleza en el piso. Aquí hay que tener mucho cuidado. Si no te tropiezas con una raíz, te ahorca algo desde arriba”, cuenta Danitza, estudiante de derecho y funcionaria esporádica de una funeraria.

El fuego es radical. Parece que no quiere ser apagado. Incluso, crea sus propios bloqueos. Quema las raíces de los árboles y los tumba sobre los caminos. La gente busca motosierras, tractores para mover los tallos y seguir llevando personal. En las llamas ningún elemento se porta como debiera. El aire es uno de ellos. Por momentos, parece que el viento se concentra en un solo punto, justo donde están los bomberos, aviva el fuego y quita el oxígeno, los asfixia.

“Trabajamos con un equipo que nos protege, pero es complicado. En medio del fuego uno quisiera sacarse todo, liberarse del peso, pero es un mal necesario, porque por lo menos mitigamos un poco el problema que podríamos ocasionar a la larga a nuestros pulmones”, añade Danitza.

“Me da pena la naturaleza, los árboles, los animalitos”, dice Bernardo, bombero de la Fundación Cros de El Torno, un grupo de jóvenes que busca aliento a través de gritos para dar un esfuerzo más. Cuando se le pregunta qué necesita, recita una lita larga: colirio, medicamentos contra la fiebre, para el dolor de cabeza, guantes, mochilas, barbijos, agua, energizantes. “Tenemos cosas, pero no son eternas. Los guantes y las palas se gastan rápido en el fuego”, cuenta.

Lo que no dice Bernardo es que necesitan organización, una institución que se encargue de anotar cada grupo que llega hasta Concepción, que los derive hasta un punto y que se asegure que cuando necesiten salir tengan transporte, agua, comida y un lugar donde dormir. Hasta el momento, muchos grupos dependen de la caridad de los negocios de Concepción.

“Ayer había un grupo encerrado por el fuego. Espero que hayan podido volver”, dice Eduardo Barba, mediano, fuerte y experimentado. Trabaja en control ambiental en una petrolera y decidió tomar sus 14 días de descanso para largarse al monte a apagar fuegos. Es el líder de la cuadrilla Los peces del infierno y el viernes se concentraron en Lomerío. Su intención era llegar hasta San Antonio, pero los detuvo un incendio en la comunidad de Portón. Lo aplacaron, siguieron viaje y cuando retornaron, su éxito se había vuelto cenizas: el incendio se reactivó, encendido por los chiquitanos de la zona. Los peces del infierno llevan una semana en el campo de batalla. Cuando llegaron había 13 focos de incendio. Ayer, sábado por la mañana, hay 70 detectados, ninguno bajo control.