Compartimos tres cuentos que han pasado de generación en generación

20 de septiembre de 2021, 23:40 PM
20 de septiembre de 2021, 23:40 PM

Son muchos los cuentos costumbristas que se transmiten de generación en generación en los Valles cruceños. A continuación le presentamos tres de ellos.

1. El sacre y el sucha 

Cierto día se encontraron en los copos verdes de un árbol el sacre y el sucha. Se pusieron a charlar y mientras dialogaban, el sucha bostezó y dijo: ¿Cuándo Dios irá a querer que yo coma?

Entonces el sacre muy orgulloso por su habilidad y su rapidez, dijo: ¿Por qué dices eso?

- Porque yo como cuando Dios quiere, porque mientras Él no permita que muera algún animal en el campo, no hay carne para que yo coma.

Entonces el sacre le dijo: ¡Tonto! ¿Por qué no haces lo que yo hago?, yo como cuando me da la gana, ¿quieres ver?

Y justo en ese momento a lo lejos en un árbol seco se asentaron dos palomitas.

- ¡Mira cómo voy a comer!, le dijo el sacre y se largó como un rayo directo hasta donde estaban las palomas. Tan grande fue su mala suerte, que, por demasiado impulso, el sacre quedó clavado en la punta del palo seco y las palomas volaron salvas.

Entonces, el triste sucha abrió sus alas y echo a volar en dirección al sacre, que ya estaba muerto, y dijo: "Por fin Dios ha querido que yo coma" y se comió al sacre.

(Anónimo, publicado en 1.986 en publicaciones ICO)

2. La procesión de las ánimas  

Cierta vez había un matrimonio de "familia de la sociedad”, como en ese entonces se llamaba, que tenía una hija llamada Rebeca. Pasados muchos años, su fortuna se les estaba terminando y solo vivían de los intereses. 

La madre de Rebeca murió a causa de una enfermedad muy grave; a los dos años su padre también murió y la hija quedó huérfana y sola. 

Rebeca tenía unos sesenta años porque en su juventud los padres no encontraron un hombre a su gusto para ella. La mujer se ocupaba de ir a la misa todos los días y de recoger los intereses del dinero que el padre le había dejado. 

Por las noches no podía dormir y se pasaba mirando desde la ventana de su casa. Rebeca sabía todo lo que pasaba en la calle, por ejemplo a qué hora pasaba el hijo del sastre borracho, a qué horas las empleadas vecinas, después de que se dormían sus patrones, se salían; estaba enterada de toda la vida nocturna del pueblo.

Una noche lluviosa, abrió su ventana, era invierno y no se podía soportar el frío. Escuchó a lo lejos unos cantos que se iban acercando cada vez más y la mujer se extrañó. Vio pasar a hombres y mujeres de negro en procesión; se preguntó cómo, si ella era tan amiga de la iglesia, no le habían avisado y por qué la procesión se hacía en tan mal tiempo. Entonces una mujer de negro se le acercó y le pidió que le hiciera el favor de guardarle dos velas, las cuales al otro día, a la misa hora, pasaría a recogerlas. Doña Rebeca aceptó temblando de miedo.

Pasada la procesión se acostó y durmió bien. Al otro día se levantó muy contenta para ir a misa, después de abrigarse fue en busca de las velas para mostrarle al señor cura, pero su más grande sorpresa fue que, en vez de las velas estaban dos huesos. Los envolvió bien y se fue a la iglesia. Pasada la misa, la cual le pareció muy larga, le contó lo sucedido al sacerdote. 

El religioso la hizo confesarse y la absolvió de sus pecados diciéndole: "Doña Rebeca, lo que vio anoche no fue una procesión que salió de esta iglesia ni de otras, lo que vio fue una procesión de las ánimas. Dios la ha castigado por observar en las noches".

La mandó a enterrar los huesos con el sacristán , encomendándole que no volviera a abrir sus ventanas de noche, porque la noche se había hecho para descansar.

 (Anónimo publicado en 1974)

3. El "rebelde Osinaga" vuelve

La pequeña población de La Higuera, ubicada al sur de la provincia Vallegrande, fue escenario de las travesuras de "Rebelde Osinaga". 

"Rebelde Osinaga" fue hijo natural de una mujer sordomuda y de Atiliano Osinaga, que pertenecía a una familia adinerada, dueña de la hacienda donde la mujer trabajaba. La familia despreció la existencia de la inocente criatura, por lo que el pequeño fue enterrado con vida por la ignorancia de su propia madre y la indiferencia de los patrones.

Años después mueren los padres de Atiliano y como primera medida él decide despedir a la madre sordomuda de la hacienda con el fin de evitar todo recuerdo de aquellos días en que tuvieron que soportar al hijo rebelde.

Atiliano Osinaga se casó con Matilde Pérez y de esta unión nacieron dos varoncitos y una mujercita, que eran la alegría del hogar. Una tarde, Carlitos que tenía cuatro años, jugaba a cierta distancia de la casa y de los matorrales apareció otro niño del mismo tamaño y lo invitó a jugar. Le ofreció juguetes raros y preciosos y de inmediato Carlitos entabló amistad con el desconocido.

 Este encuentro se vino sucediendo tarde tras tarde con la puntualidad del mejor soldado disciplinado. Carlitos, de forma confidencial, invitó a su hermano, Pedro, de seis años, a concurrir a aquel lugar maravilloso donde había juguetes, caramelos y comida exquisita.

Así prosiguieron los encuentros, los juegos y proezas de acrobacia que hacía el amiguito desconocido, que asombraban a los dos pequeños inocentes y sencillos como la misma naturaleza que los rodeaba. 

Un día Pedrito preguntó a su amigo ocasional qué se llamaba, quiénes eran sus padres y donde vivía. A esto, el desconocido le respondió: "Ay, querido hermano, es muy largo de explicar,  ustedes no lo entenderían". 

-"¿Por qué nos dices hermano?, le preguntó Pedrito y el desconocido le respondió: "Los llamé hermanos, porque así es, las demás explicaciones algún día las sabrán y me querrán como tal, por ahora seguiremos jugando".

Pasaron los meses y los niños llevaron a su hermanita, Eduvige, al lugar de los juegos. Sus padres ignoraban tales encuentros que se daban a diario, por las tardes y a la misma hora.

Pero aconteció que un buen día de esos, los niños llegaron a su casa con unas fachas que daba risa verlos, desgreñado el pelo, descalzos, sus ropitas rotas e incoloras, sus caritas pintadas como payasos, brincando y gritando como enloquecidos. La madre les preguntó quién les había hecho eso y a una sola voz los niños contestaron: "Estuvimos jugando de lo lindo al carnaval, ¿no ve que somos mascaritas irreconocibles? Estas escenas como la ausencia de los chicos se siguieron repitiendo a diario. 

Por fin los papás se percataron que sus hijos llegaban siempre cansados y no comían ningún alimento por las tardes, la curiosidad fue creciendo poco a poco y entendieron que esto no era normal, por lo que decidieron poner fin a sus excursiones. No obstante, ya era tarde, pues las criaturas desaparecían de su presencia por entre medio de los matorrales sin poder ubicarlos. Sus esfuerzos fueron vanos e inútiles porque a la hora fija ya estaban en la casa en las mismas condiciones, mustios aferrados a su secreto, mantenían el silencio y no había persuasión alguna que les hiciera explicar lo que ocurría.

Atiliano Osinaga y Matilde, como enloquecidos e impotentes, recién comprendieron que el Rebelde Osinaga había vuelto y lo hacía para castigar a su padre despiadado.

Presurosos, recorrieron la comarca pidiendo ayuda para liberar a sus hijos que ahora eran escarnio del Rebelde Osinaga. Los vecinos acudieron a socorrer a la infortunada familia llevando consigo cuchillos, armas de fuego, palmas y velas benditas. Las mujeres caminaban rezando en voz alta, mientras que los hombres lo hacían blandiendo sus armas. Pero los niños no aparecían, era como si la tierra se los hubiera tragado. 

De pronto alguien grita: "Allí están" y apunta sobre la cúspide del Picacho. A lo lejos se podía observar cuatro figuras humanas, estaban paradas y se tambaleaban como pajas que sacude el viento. La muchedumbre se acercó los más que pudo hasta la punta del cerro, pues jamás hubo ser humano que hubiera subido a su cima. 

Atiliano, enronquecido, les preguntó cómo habían subido y que  bajaran de inmediato, pero el Rebelde Osinaga, con una voz bien timbrada, le dijo: "Si quieres salvar a tus hijos y salvarte tú, ven hasta aquí, solo, de lo contrario ya sabés lo que les espera". 

La figura del "maligno" era bien definida, llevaba puesto un sombrero de paja y alas muy anchas, y una camisa larga que le cubría hasta media canilla, toda descolorida, harapienta. Cargaba innumerables juguetes y comestibles.

 Atiliano no tuvo más remedio que obedecer y emprendió la subida penosa por el cerro del Picacho. La gente impasible contemplaba la ascensión de Atiliano por la escabrosa pendiente llena de añapancos, caraguatales y una infinidad de garranchos como garras de gato y lo peor, el pedrusco deslizable que hacía imposible toda estabilidad, mientras subía dos metros bajaba uno, pero finalmente logró su cometido. Con el cuerpo lleno de hematomas y tajos que sangraban como después de una lucha con el tigre, después de un breve descanso, se coloco de pie en medio de sus cuatro hijos, incluyendo el rebelde, los abrazó con  ternura y se postró de rodillas con los ojos puestos en el ocaso amarillento rojizo que se dibujada en el horizonte. 

Atiliano, con los labios resecos, sangre y lágrimas que bañaban su rostro, con voz trémula reconoció sus pecados y pidió perdón. "Te prometo que desde hoy en adelante voy comportarme mejor y recogeré  a la madre de este infeliz niño, la atenderé con toda la deferencia y respeto por el resto de sus días, así mismo construiré una tumba en el camposanto en memoria de este hijo mío, llevándole flores y velas y rezando para que el Señor me perdone y lleve a su seno al inocente que hasta ahora vaga por el limbo".

El regreso por el empinado picacho fue más fácil, inclusive se facilitaron senderos más accesibles. Los niños se reunieron con Matilde y con el resto de la gente que fue testigo ocular de aquel suceso. 

Mientras se producía el regreso de la familia, Rebelde Osinaga abrazó a su padre Atiliano y le dijo: "Me despido de ti y de mis hermanos, quédate en paz y cumple lo prometido, de lo contrario sería peor y fatal para ti". Dicho esto desapareció como volatilizado por el aire. Mientras toda la gente acompañó a la atribulada familia Osinaga con oraciones de agradecimiento al Señor por este milagro cuando por fin reinó la paz en la comarca.

(Anónimo)

Pasaron los días, meses y años cuando la familia Osinaga, se creía librada de las asechanzas del maligno espíritu, quien se cree que nunca los dejará tan arrepentidos de sus errores inhumanos cometidos contra la inocente criatura que fue enterrada con vida por la ignorancia de su propia madre y la indiferencia de los patrones.

Ellos despreciaron su existencia por creerse de clase superior y que no tenían deberes para con sus semejantes máxime si era sangre de su sangre.