Historias entre lápidas y recuerdos: la labor de los sepultureros en Santa Cruz
En el Cementerio General de Santa Cruz, los sepultureros y restauradores de tumbas no le temen a los difuntos, aseguran que su trabajo es tranquilo y lamentan que las nuevas generaciones no se preocupen por visitar ni cuidar la última morada de sus seres queridos
A medida que se acerca el Día de Todos los Santos (1 de noviembre) y el Día de los Difuntos (2 de noviembre), el Cementerio General de Santa Cruz de la Sierra se transforma en un santuario de encuentro y memoria, donde sepultureros y restauradores de tumbas desempeñan un papel importante al atender las necesidades de quienes buscan sus servicios.
Rodeados de lápidas y mausoleos, sin más miedo que la exposición a una posible transmisión de enfermedades que haya cargado el difunto, estos dedicados trabajadores invierten sus jornadas en cuidar y embellecer los lugares de descanso de quienes han partido, respondiendo a la creciente demanda de familias que desean honrar la memoria de sus seres queridos.
EL DEBER tuvo la oportunidad de dialogar con tres trabajadores del Cementerio General de Santa Cruz, quienes compartieron sus vivencias en este oficio tan particular. No estaba en sus planes dedicarse a ser sepultureros, fue un oficio que aprendieron de sus padres. Tienen claro que los muertos, muertos están, como dice un viejo adagio, y no le temen al cuerpo de quien están enterrando, porque este ya "no ve ni escucha",
"La muerte es solo una transición"
En medio de la tranquilidad del Cementerio General, Wálter Pardo trabaja entre lápidas, muros y mausoleos. Su jornada se extiende desde las 8 de la mañana hasta las 4 o 5 de la tarde, donde dedica la mayor parte de su tiempo a dar reposo a los difuntos. Hace 20 años tiene este oficio.
“Para mí, esto es tranquilo. Los entierros y el mantenimiento son mi rutina”, comentó con serenidad. Sin embargo, Pardo admitió que la demanda aumenta en la época previa al de Día de Todos Santos, cuando el cementerio se llena de visitantes que buscan honrar a sus seres queridos. Durante esta fecha, el trabajo es sin descanso: pintando, limpiando, asegurando cada detalle. “La gente se acuerda más de sus difuntos a lo último”, expresó.
El oficio que realiza Pardo no es común, y para muchos es incluso motivo de temor. Sin embargo, para él, la muerte es solo una transición. “Yo lo veo normal, ¿miedo a qué? El difunto es difunto, no hay vuelta atrás. He trabajado hasta de noche, y lo único que se escucha por aquí son gatos, nada más”, compartió sobre su labor.
Cuando se le consulta cuándo ingresó a este oficio, Pardo comentó que su padrastro, un hombre que también trabajaba en el cementerio, fue quien le mostró este oficio. Al retirarse, Pardo asumió su lugar y, desde entonces, se ha adaptado al entorno. “No es pesado. Solo cuando hay que tumbar muros, pero, en general, es todo tranquilo”, aseguró.
Señaló que en los días previos a 'Todos Santos' y el 'Día de los Difuntos' es cuando las personas más recuerdan a sus seres queridos que partieron, llenando el cementerio de visitas y pedidos. Durante la entrevista, esperaba a una clienta que había solicitado un servicio fuera de su horario habitual. Ya había trabajado con dos clientes ese día y, tras atender a la tercera, planeaba regresar a casa para descansar y volver al día siguiente.
Miembro del sindicato Primero de Enero -que cuenta con 16 integrantes-, Pardo y sus colegas siguen un estricto turno de trabajo, aunque en ocasiones accede a encargos fuera de su horario habitual, si los clientes solicitan sus servicios de manera particular. Sin embargo, el trabajo dentro del cementerio debe concluir antes del miércoles 30 de octubre. “Las normas nos indican que el jueves ya no podemos realizar más trabajos en las tumbas”, explicó Pardo.
Respecto al cobro, indicó que los precios varían según el servicio: colocar una lápida de mármol puede costar hasta Bs 500, mientras que un pintado sencillo vale alrededor de Bs 100. “Todo depende de lo que se requiera, cada estructura es distinta y requiere materiales específicos”, señaló.
Para este trabajador en torno a la muerte, su trabajo es fundamental durante todo el año, aunque la frecuencia disminuye después de octubre y la primera semana de noviembre. Luego de eso atiende a unas cinco personas al mes, ofreciendo mantenimiento a tumbas por un mínimo de 150 bolivianos mensuales. Además de sepulturero, Pardo es albañil y pintor, y ocasionalmente es buscado para trabajos en casas.
"Los nietos y los hijos de los fallecidos no mantienen la costumbre"
Pedro Molina, quien ha trabajado desde 1981 en el Cementerio General de Santa Cruz de la Sierra, es uno de los tantos trabajadores que, con brocha y lija en mano, se dedica a restaurar las tumbas durante los días previos al Día de Todos Los Difuntos.
Con 57 años, próximo a cumplir 58 en noviembre, Molina heredó este oficio de su padre, quien también trabajaba en el cementerio como albañil. Su jornada inicia a las ocho de la mañana y culmina a las cuatro de la tarde.
"Mi padre trabajaba aquí, era albañil, y me vine como su ayudante. En el 88 él falleció, y yo me quedé", relató Molina con una mezcla de nostalgia y orgullo, reflejando el respeto que tiene hacia el oficio que ha llevado por más de 40 años. Su hermano, Fernando Molina, también trabaja en este lugar.
A medida que se acerca el Día de Todo Santos y el de los Difuntos, su trabajo cobra relevancia, pues es en esta época cuando el cementerio se llena de visitantes que buscan dejar las tumbas de sus seres queridos en las mejores condiciones posibles. "En estos días, la gente se acuerda más de sus difuntos y viene a pedir que pintemos, arreglemos techos y pulamos lápidas", contó el albañil.
Las herramientas que utiliza Pedro son sencillas pero esenciales: espátulas, lijas y brochas. Para trabajos más grandes, usa rodillos, pero en su mayoría se maneja con brochas, lo cual le permite precisión en tumbas pequeñas.
Sin embargo, la demanda de este año ha sido menor. Según él, las familias de antes eran más constantes en honrar a sus difuntos, mientras que las nuevas generaciones parecen haber perdido esa tradición. “Antes, en esta fecha, ya teníamos trabajo seguro. Ahora, los nietos y los hijos de los fallecidos no mantienen igual la costumbre. Las tumbas están más vacías, como puede ver”, expresó.
Antes de la entrevista, Molina estaba a la espera de que alguien solicite sus servicios dentro del cementerio. “A veces toca esperar y adaptarse a los horarios de los clientes. Ellos se tardan y uno termina el día más tarde de lo normal”, confesó.
Pedro Molina trabaja en el cementerio solo durante octubre, y una vez terminadas las festividades busca otras fuentes de ingreso. “Cuando acaba esta temporada, me voy a buscar otro trabajo. Solo quedan los albañiles del sindicato, ellos son los que se encargan de los entierros y las inhumaciones el resto del año”, explicó.
Sus servicios incluyen pintado y restauración de techos y lápidas, y los precios varían según el trabajo requerido. "Algunos me ofrecen Bs 100, otros Bs 200. Con la crisis, ahora la gente busca precios más bajos. Antes era fácil, ahora ya hay competencia. Algunos vienen con sus propios pintores que lo hacen más barato, y eso nos afecta porque cada cliente cuenta", compartió Molina.
No obstante, Pedro se esfuerza en mantener la calidad de su trabajo, asegurándose de que cada encargo sea entregado en las mejores condiciones posibles, incluso si eso significa negociar un precio que apenas cubra sus materiales y tiempo.
“Una señora me pidió que le arregle una tumba en 300 bolivianos, luego me ofreció 100. Le dije que no, que, si lo hacía mal por el precio, al final terminaría molesta conmigo. Después de negociar, accedió a pagar 200, pero eso pasa todo el tiempo. La gente quiere que uno haga las cosas rápido y bien, pero a bajo costo”, comentó Molina sobre una anécdota reciente.
Durante el día, suele trabajar con uno o dos ayudantes, a quienes lleva desde su barrio si la demanda lo justifica. Pero en tiempos difíciles, se ve obligado a reducir el personal. "Ahorita solo trabajo con uno porque no hay suficiente trabajo. No puedo llevar a más gente porque piden comida, transporte y otros gastos. Y con la situación económica, no da para tanto", señala, mostrando preocupación por cómo la falta de trabajo afecta también a sus ayudantes.
Pedro Molina es consciente de que su trabajo en el cementerio, aunque temporal, es significativo para las familias que buscan recordar a sus seres queridos. “La otra semana se acaba todo, y luego vienen los arrepentimientos de quienes no alcanzaron a arreglar las tumbas. Hay gente que deja todo para último momento y luego se lamenta”. Para él, la satisfacción de ver una tumba bien pintada y arreglada es el mejor pago que puede recibir, sabiendo que, al menos por un año más, esos recuerdos descansarán en paz.
Fernando Molina, en pleno ajetreo laboral / Foto: Juan Carlos Torrejón
"Los muertos ya no ven ni escuchan. Hay que amar a los vivos"
Fernando Molina, un hombre de 53 años, es uno de los sepultureros del Cementerio General de Santa Cruz de la Sierra. Su rutina diaria incluye tareas meticulosas como pintar lápidas, restaurar esculturas y mantener en orden las tumbas y mausoleos de aquellos que han sido olvidados. Sin embargo, su trabajo va más allá de estas labores visibles; también se enfrenta a las tareas más duras y menos reconocidas, como el traslado de restos y el sepultado de cuerpos.
La historia de Fernando en el cementerio comenzó a una edad temprana. A los 10 años, vendía agua en baldes a las personas que traían flores a sus difuntos, y lavaba los frascos para las flores. A los 25, empezó a trabajar sepultando cuerpos y desempeñando otros oficios dentro del cementerio.
Forma parte del sindicato "Primero de Enero", que agrupa a trabajadores de diversos oficios del lugar. Su jornada laboral comienza a las 8:00 y se extiende hasta las 16:30, adaptándose a las costumbres del cementerio. Fernando y sus colegas organizan el trabajo y coordinan los pedidos de las familias, una parte fundamental de su día a día.
A pesar de su dedicación, la labor de Fernando se ha vuelto cada vez menos rentable. "Antes, aquí siempre había trabajo, pero hoy ya no es igual. La gente busca lo más barato, y nosotros tenemos que aceptar lo que sea", explicó con resignación. Aunque la tarifa base es de 500 Bs, muchas veces se ve obligado a aceptar entre 250 y 300 Bs para asegurar su sustento. La crisis económica y la competencia de trabajadores externos que cobran menos han afectado su situación laboral.
Cuando se le pregunta qué aspectos la gente no considera sobre los oficios en el cementerio, Fernando describe su labor como ardua, de alto riesgo y poco reconocida. “La gente piensa que es fácil, pero estamos expuestos a enfermedades todo el tiempo”, señaló.
Durante la pandemia de Covid-19, la situación se volvió aún más complicada, ya que muchas familias no informaban sobre las condiciones de salud del fallecido. “Nos decían que era muerte natural, pero al manejar los restos respirábamos un polvo que no tiene olor, pero que inhalamos”, comentó Molina.
La pandemia intensificó la exposición de estos trabajadores, quienes debieron enfrentar no solo el miedo al virus, sino también la desinformación y la falta de protección adecuada. “En plena pandemia, seguimos trabajando. Les pedíamos a las familias que nos avisaran, pero muchas veces aseguraban que no era Covid”, recordó.
"Enterrar a un muerto no es jugarreta; tenemos que cumplir, porque no se trata solo de cavar y tapar", recalcó, destacando la importancia del respeto hacia las familias que han perdido a sus seres queridos. Fernando enfatizó que su labor va más allá del esfuerzo físico necesario para excavar y cubrir tumbas; también implica un profundo compromiso hacia las familias y los fallecidos, así como responsabilidades acordadas por el sindicato.
En relación a las costumbres de estas fechas, Fernando ha notado cambios significativos en la forma en que se recuerda a los difuntos. "Hoy casi nadie viene. Antes, las familias cuidaban y embellecían las tumbas, pero eso se ha perdido. Es triste ver que solo vienen el Día de Todos Santos y el Día de los Difuntos y después no vuelven hasta el próximo año", lamentó. A lo largo de los años, ha visto cómo muchas tumbas quedan abandonadas, lo que refleja un desapego hacia quienes han partido.
De igual forma, su experiencia en el cementerio le ha brindado una nueva perspectiva sobre la vida y la importancia de valorar a los seres queridos. “Es como cuando traen flores. ¿Para qué? Los muertos ya no ven ni escuchan. Hay que amar a los vivos, no esperar a que se vayan”, reflexionó.
A pesar de las dificultades y los cambios que ha presenciado a lo largo de los años, Fernando Molina sigue comprometido con su labor en el Cementerio General. Su historia es un recordatorio de la importancia del respeto y la dignidad en el manejo de la muerte, así como de la importancia de valorar a quienes amamos mientras aún están con nosotros.