A pasos del cuarto anillo viven bolivianos que no existen en los registros de identificación personal. En otros puntos, no tienen luz, agua, no asisten a la escuela ni pueden soñar con el SUS. Apenas logran comer arroz con huevo

23 de agosto de 2022, 10:25 AM
23 de agosto de 2022, 10:25 AM

“No somos loteadores, somos personas de bien, pero no todos tenemos nuestra estrellita en la vida. Así nos tocó, nadie nos vendió los terrenos, solo llegamos aquí a través de nuestros padres”, dice Dileidy Arroyo, una de las habitantes del barrio Puerto Busch, ubicado en las entrañas del cordón ecológico.

Ella sabe sobre la mala fama que tiene ese lugar, pero insiste en que no todos tienen las mismas oportunidades y que hay personas buenas ahí. Dileidy es ama de casa, hija de la vicepresidenta del barrio, que llegó hace como 30 años al cordón.

Vive en una vivienda de madera con calaminas, sin barda, y al lado de la ruta alternativa a Porongo. Al estar en un bosque de protección, ella y las otras 79 familias son constantemente controladas, tanto por la Alcaldía cruceña como por la Autoridad de Fiscalización y Control de Bosque y Tierra (ABT). “No podemos construir porque ya tenemos un levantamiento topográfico de la dimensión del barrio y no podemos salirnos de eso”, confiesa. Esa es una de las principales causas del hacinamiento en esa zona.

Desde hace años, cuenta, les han ofrecido reubicarlos, y ellos no se oponen, siempre que sea con mínimas condiciones. En cada campaña electoral, aparecen los candidatos, o sus enviados, hasta con víveres, cuenta, y también que han sido contemplados en anteriores censos, pero lamenta “cuando nos necesitan nos censan, pero cuando pedimos cosas no existimos”.

Hace dos años, los dirigentes hicieron su propio levantamiento de datos, encontraron que el 45% de los vivientes de Puerto Busch no tenía documento de identidad. Dileidy dice que no profundizaron en las razones, pero que incluso se daba la situación en personas mayores.

En lo que respecta a los servicios básicos, solo cuatro casas tienen medidores de luz hace 30 años, y de esos medidores se cuelgan todos los demás habitantes. Después de 2009, cuando el cordón se volvió “intocable”, fue imposible gestionar autorizaciones de la CRE. El agua les llega en “factura comunitaria”, dice, y deja en evidencia una gran molestia, el cobro de alumbrado público, que no se hace efectivo, y también de un aseo urbano inexistente en ese punto.

“Juntamos nuestra basura y la quemamos, no tenemos otro modo, sabemos que contaminamos”, confiesa. De alcantarillado ni hablar, la normativa de protección lo impide, y por eso todos apelan a los pozos ciegos.

Los niños del cordón estudian en los colegios dentro del cuarto anillo, y también se atienden la salud en esos barrios aledaños donde a veces no se sienten queridos. “Si no fuera por la patrulla que está 24 horas aquí, ya habrían venido a quemar nuestras casas, piensan que somos delincuentes”, suspira, pero tampoco niega que es culpa de los asaltos y de la venta de droga en pleno bosque de protección.

Reconoce que los drogodependientes pasan por las casas, pero asegura que no se quedan, y que a lo mucho unos tres de los habitantes son víctimas de ese vicio. Según Dileidy, este problema empezó cuando las autoridades, después de cada redada, les “botaban” a estas personas, que sacaban de los canales.

“Tratamos de no mezclarnos con ellos. Ellos están junto al cuarto anillo, son los que venden droga en las gradas. Ya somos prácticamente vecinos”, dice entre chiste y lamento.

A las ocho o nueve de la noche se apaga el ruido dentro de Puerto Busch, los vecinos se entran a sus casas, guardan todas sus cosas, hasta el último ‘tareco’, porque saben que a esa hora los drogodependientes salen a rondar. “No voy al baño de noche, si tengo ganas de hacer el uno, meto un balde a mi cuarto”, confiesa su ‘normalidad’.

Dice que nunca le robaron, pero reconoce que siente miedo, y que jamás se deja a los niños sin un adulto vigilante, solo “por si acaso”. Si quieren llegar más tarde, los taxistas no se atreven a llevarlos, deben buscar entre los conocidos, porque la mayoría piensa que los quieren asaltar, admite Dileidy.

Para conectarse a internet, dependen solo de los megas de sus teléfonos celulares. Para las telefónicas, vivir en el cordón también es casi una mala palabra.

Lorena Rojas es otra habitante de Puerto Busch, y a quienes los apuntan de maleantes, les responde: “Si veo a los maleantes les digo ‘hola papito’. No me voy a hacer la heroína”, acepta.

Una de las cosas que le incomoda es el trato policial, dice que a su hijo de 15 años lo revisaron cuando llegaba del colegio, y lo tenían de bóxer. En el horario de salida o ingreso escolar, las madres salen casi en estampida para esperar a sus descendientes, que deben pasar por lo que ya parece una calle de la amargura, la famosa grada donde hay expendio de drogas.

La moto, el salvavidas

Juan Carlos Terrazas es mototaxista en Montero, y única fuente de ingresos de su familia, compuesta por su esposa, María Matilde Egüez, y sus cinco hijos, la mayor de 15 años y el menos de diez meses.

Sacó un lote a crédito detrás de la mancha urbana montereña, por el lado oeste, en la Urbanización Totaí, donde vive hace tres años, pero jamás tuvo agua ni luz. “Nos dijeron que esa urbanización Totaí no está ni registrada en la Alcaldía, y que por eso no tenemos servicios”, suspira.

Hasta hoy, dice que usa mechero; antes acarreaba agua de la casa de su suegra, hasta que cavó un hoyo de ocho metros, de donde extrae agua con un tubo, semejante a los que se usan para usar con bomba.

Cada día, convierte su motocicleta en un micro, en el que acarrea a sus tres hijos en edad escolar, a su esposa para cualquier trámite o emergencia hogareña, y a sí mismo para conseguir la plata del día. Tiene cocina, heladera no, y cree que tampoco es necesario, porque con lo que gana se resuelve solamente cada jornada. No se guarda nada.

Sus hijos tienen documentos, pero la penúltima, Ruth, de dos añitos, que estaba en el vientre materno de su madre cuando esta entró a terapia intensiva por covid-19, y que sufrió dos infartos, ya está mostrando las secuelas de la medicación intensa y prolongada. Luego de los análisis, muchos no cubiertos por el seguro SUS, descubrió que su pequeña no puede ver, tampoco habla, ni camina.

Su hija mayor ya lo hizo abuelo, y ahora, con el nuevo integrante, son ocho las almas que habitan la vivienda con un solo dormitorio.

Familia invisible

La casa-cuarto de Ever Salvatierra es muy precaria. Dos camas que apenas se sostienen, un colchón de paja en el piso, es donde duermen 11 personas, él, su esposa, y sus nueve hijos, el mayor de 12 años, y el menor de un mes.

Ninguno tiene certificado de nacimiento, ni siquiera los padres, menos carnet de identidad, solo los certificados de nacido vivo, que le perdieron al intentar hacer los trámites. Ninguno de los niños estudia, una de sus colaboradoras vecinas dice que ha sido imposible inscribirlos debido a la falta de documentos, a pesar de la insistencia en los centros educativos del barrio Bicentenario.

Habitan la casa, sin barda, bajo la modalidad de caseros desde hace siete años. No tienen luz, este servicio básico lo consiguen de la casa vecina, del tío de Ever, a quien le pagan “algo”.

El jefe de hogar está sin trabajo desde hace dos meses, se buscaba la vida como ayudante de chofer, pero dice que es más difícil conseguir algo sin papeles. El día a día, por ahora, lo lucha carpiendo, o haciendo de todo, a veces sacando Bs 30 en todo el día.

La noche de la entrevista, en la casa de Ever, la cena era una pequeña olla de arroz con huevo.

“Lo más triste es que ni siquiera tienen papeles. Me dan pena los niños, vienen a la casa y dicen cuánto desearían aprender a leer. Son nueve niños, los vecinos que vemos su realidad sabemos lo triste que es, no hay cómo estudien. Más bien se buscan la vida porque sin papeles no quieren darles ni trabajo”, dice la vecina.