En Santa Cruz se declara emergencia sanitaria roja por 15 casos de Zika y 80 casos de rabia en un mes, pero hay silencio oficial por 150 casos de abortos en un hospital municipal. El maltrato y la soledad acompañan a la mujer que decide abortar

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2 de abril de 2017, 5:00 AM
2 de abril de 2017, 5:00 AM

Cuando Victoria decidió abortar, ya tenía seis semanas de embarazo. Morena, estudiosa, fuerte, hacía pocos días que había largado a su novio tras descubrir sus infidelidades. Lloraba, pero no porque extrañaba al tipo. Lloraba porque no quería un hijo, porque temía que su familia se enterara y la obligara a tenerlo. No quería criar sola a una criatura, no quería dejar sus estudios a un año de salir profesional.

Lloraba porque necesitaba reunir Bs 1.400 para pagar el aspirado en una clínica privada, porque las pastillas por las que pagó Bs 350 no le funcionaron, porque en la clínica le exigían que se volviera a hacer todos los exámenes, sin importar que la ecografía que confirmaba seis semanas y tres días de embarazo era de la tarde anterior. Lloraba porque la doctora le había dado un ultimátum que se cumpliría en apenas tres días. 


-Si no consigo los 1.400, ¿igual me puede atender, doctora?- le preguntó.
-No. Y si tu embarazo cumple siete semanas, yo no te pienso atender-le respondió la mujer.
Victoria vendió el celular, se prestó plata de la única amiga que se enteró de su embarazo, se hizo los exámenes y abortó. “Después de abortar, sentía culpa de no sentir culpa”, contó.


Victoria no es parte de las estadísticas nacionales. No está incluida en esas 200 mujeres que a diario, según Ariana Campero, ministra de Salud, interrumpen de manera voluntaria su embarazo en Bolivia. Tampoco es parte de las 100 mujeres que todos años mueren por complicaciones del aborto y, tal vez, su caso esté en la nebulosa de los 80.000 casos de aborto que se estima que cada año suceden en un país donde abortar es penado con entre uno y tres años de cárcel.


Lidia tenía 20 años cuando decidió abortar, pese a que su pareja sí quería ser padre. “Me cuidaba, sabía de métodos anticonceptivos, pero ningún método es infalible”, dice. Vivía sola en un cuarto pequeño en la zona universitaria en La Paz, y una compañera la acompañó a la consulta de un médico del Hospital Obrero, un hombre mayor que no cobraba demasiado, unos Bs 600, pero a cambio tenía un trato ríspido.

Lidia se movía demasiado y sangraba, pese a que el antiguo ginecólogo del Hospital de la Mujer le ordenaba que se quede quieta. Tampoco cumplió la recomendación de no estar sola, de no dormir sola porque la hemorragia podía provocar que no despertara jamás. Han pasado 12 años, pero Lidia aún recuerda que esa tarde, tirada en su cama en un cuarto de tres por tres, el dolor provocaba que la mesita en la que estaba apoyado el vaso que contenía el agua que necesitaba beber para pasar las pastillas que debían pararle la hemorragia, parecía estar a años luz de allí. Lidia debió volver a la consulta del médico malhumorado al cuarto día para repetir la intervención. Antes de quedarse quieta como una roca, firmó un papel en el que se comprometía a no denunciarlo y en el que asumía la total responsabilidad por si algo salía aún peor.


Lidia -alta, flaca, culta- no sabía que no necesitaba volver al ‘quirófano casero’ de ese médico, que tenía el derecho de ser atendida en el sistema de salud pública, que el suyo era un caso de aborto incompleto y que para ese año (2005), se registrarían 24.000 en todo el país. La última vez que se informó de los casos atendidos, en 2011, la cifra había ascendido a 44.000. 


Tal vez a Lidia no la hubiesen atendido con mayor calidez en un hospital público. María, que es médica en un hospital de segundo nivel de una ciudadela cruceña, ve que llegan entre tres y siete pacientes por día con abortos incompletos, un eufemismo que en realidad quiere decir aborto mal practicado. 
“Le hacemos una ecografía para ver si hay restos y después le hacemos una limpieza, un legrado o una aspiración”, cuenta.


La doctora María cree que la mayoría de los casos que se atienden son abortos químicos (con pastillas que se venden en el mercado negro por Bs 600), pero también se ven casos de “raspajes” mal hechos. Lo sabe porque ve úteros perforados, infectados, debido a procedimientos hechos por ‘carniceros’ sin experiencia quirúrgica. 


María cree que no tiene ninguna función terapéutica tratar mal a las pacientes que llegan sangrando y adoloridas, acusarlas de haberse provocado el aborto, y tampoco le ve el lado práctico a amenazarlas con llamar a sus parejas para contarles que han abortado, como quien acusa a un niño con su padre, pero ve  cómo sus colegas -hombres y mujeres- del hospital municipal disfrutan haciéndolo. Ninguno llega al extremo de denunciar el caso de aborto a la Fiscalía.


En realidad, el hospital de segundo nivel de María no es una isla, sino que es parte de una red en la que los abortos incompletos parecen ser la pesca diaria. La maternidad, hospital de tercer nivel que depende de la Gobernación, atendió, entre enero y septiembre de 2015, un promedio de 172 abortos por mes, 11 de ellos de menores de 14 años.


Si el aborto fuera una epidemia, Santa Cruz de la Sierra viviría en emergencia sanitaria. En abril de 2016 se dictó una emergencia por 15 casos de zika y esta semana se declaró alerta roja por 80 casos de rabia. Que cada mes 320 mujeres lleguen a un hospital municipal y a la maternidad por abortos incompletos, no parece ser digno de emergencia. Ni siquiera hay cifras públicas de cuántos casos más se atienden en el resto de hospitales del país.


Cuando los activistas pro despenalización del aborto plantean que se trate el tema como un problema de salud pública y de autonomía de decisión, los que se oponen esgrimen razones religiosas y legales, amparados en que se afecta el derecho a la vida desde la concepción. 

Coronas de espinas
Lourdes creía que, por vivir en un mundo rodeada de hombres, era lo suficientemente fría como para sobrevivir esta experiencia. Como vocalista de un grupo de rock, se había dado cuenta de que su público de hombres vestidos de negro que chocaban entre sí para simular ser rudos en realidad escondía a ñiñotes que no habían dejado la olla grande. Uno muy parecido era su novio, que cuando se enteró de que Lourdes estaba embarazada pero que iba a abortar, solo atinó a decir: “Hacelo bien”, y se borró unos días del mapa. Lourdes pensó que no solo tendría que dejar de estudiar sus dos profesiones, sino que además tendría que dejar el grupo y el trabajo para ser madre del hijo de un bobalicón.


Como trabajaba en un restaurante de comida rápida, hizo horas extras para conseguir los Bs 600 que necesitaba para adquirir las píldoras que le provocarían dolores parecidos a los del parto y un sangrado continuo. Luego se bajó una aplicación al celular con recomendaciones para abortar y gastó los Bs 200 que le quedaban en un arsenal de hierbas para prepararse mates y baños para antes y después de tomar las pastillas. Lourdes se encerró en su cuarto, se tomó las pastillas y sangró. Al día siguiente, dolorida y sin comer, fue a trabajar con la esperanza de manotear alguna hamburguesa. Dos semanas después, la ecografía confirmó que su vientre estaba vacío y consiguió una receta para detener la hemorragia cuando le contó a su médico que sufría de esos sangrados desde los 10 años, cuando la anemia por desnutrición comenzó a afectarle la menstruación.


Cuando se sintió mejor y volvió a ensayar con su banda, el bobalicón del novio reapareció y comenzó a reclamar por el hijo que ya no existía, porque quería ser padre. Ese día, formalmente, se terminó la relación.


Carolina vivía aún en Trinidad cuando se enteró de que estaba embarazada de tres meses. Estaba en la promo y creía que estaba sentenciada a ser una madre joven, pese a que su pareja negaba ser el coautor de la criatura. 
“Me sentí doblemente sola. ¿Cómo iba a crear un lazo familiar con alguien que era mi pareja si cuando se enteró de que estaba embarazada se lo negó”, cuenta.  Su madre la hizo despertar. Le explicó cómo iba a ser su vida de ahí en adelante, reunió los Bs 1.800 que le exigía el médico en el hospital de Trinidad y estuvo a su lado en todo momento.

No fue suficiente. Las amigas y familiares que hacían planes con su panza comenzaron a apuntarla. “Esta volantusa estaba por aquí por allá, obvio que iba a embarazarse”, juzgaban. “Abortera”, le decían en el barrio, mientras el hombre que la había embarazado seguía su vida tranquilo. Ella y su madre se mudaron a Santa Cruz, Carolina estudió, salió profesional y pese a que desde esa vez exigió a su pareja usar preservativo, a finales del año pasado echó de menos su menstruación. Cuando le hicieron una ecografía descubrieron una placenta de casi dos meses de formación sin un embrión dentro.

El médico que la atendió no quiso ayudarla, pese a que el diagnóstico era claro: embarazo anembrionario, nada estaba creciendo en su vientre. Con la ayuda de unas amigas y un médico, Carolina expulsó la placenta vacía usando pastillas. “Igual fue horrible, con mucho dolor. Un aborto, por más que no haya embrión, no es una situación tranquila jamás”, dice Carolina. Cada vez que recuerda sus dos experiencias, confiesa que le vuelve la misma sensación de miedo, angustia y dolor a ser apuntada por la sociedad. 


Victoria, Lidia, Lourdes y Carolina no califican para optar por un aborto legal en el código penal que se debate en la Asamblea Legislativa. Ninguna es rica, pero tampoco está en la pobreza extrema. Las cuatro trabajan y ganan más de los Bs 10 al día que la ONU toma como parámetro para decir quién es extremadamente pobre. “A ver, viva usted con  Bs 10 al día”, reta Victoria.


Lidia, por su trabajo, sabe que no importa si se despenaliza o no el aborto, que las mujeres buscarán la forma de interrumpir un embarazo no deseado aunque la ley lo prohíba. También sabe que nadie apuntará como responsables a los padres de los 200 abortos clandestinos que se practican cada día, que todo el peso -la estigmatización, los malos tratos, la mala praxis- caerá sobre el cuerpo de la mujer. María, en cambio, sabe que mañana, cuando comience su turno en el hospital municipal de segundo nivel, verá llegar a entre tres y siete mujeres con abortos incompletos. También sabe que ninguna autoridad de salud declarará alerta roja