El escritor Homero Carvalho rinde homenaje a los 457 años de la fundación de Santa Cruz de la Sierra. Describe las luces y sombras de la urbe más progresista del país

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4 de marzo de 2018, 4:00 AM
4 de marzo de 2018, 4:00 AM

La ciudad es una oruga en tránsito a punto de convertirse en crisálida. En su metamorfosis va cambiando de envoltura, de pieles, se deshace de sus pelechos, se viste de otros colores, colecciona extraños edificios, reproduce nombres y apellidos de otras fronteras y raros objetos se incorporan a las voces que corren alegres por entre las calles y las brechas recién abiertas en la penumbra verde oscura del monte.

La ciudad se ensancha en una espiral indefinida y eternamente inacabada. Engulle a nuevos habitantes, es una oruga insaciable, nada la satisface en su crecimiento abrupto, desmedido, ni los sueños ni las frustraciones de los recién llegados. La ciudad está buscando su forma definitiva y cuando la encuentre alzará vuelo con todos sus colores desplegados en la geografía de nuestro país. Mientras tanto, se come a los nómadas urbanos, buscadores de casas, de departamentos en alquiler, cuidadores de terrenos de engorde, loteadores de esperanzas, cazadores de pequeños cuartos en traspatios cuyos costos abarcan la peregrina dimensión de sus pobres salarios. 

Ciudad sitiada por transmigrantes de calles y avenidas soñando con sus pueblos y añorando el antiguo y familiar sabor de las comidas que sus madres les preparaban en sus lejanos hogares, asediada por compradores de ilusiones que siguen la huella del trabajo y del barrio prometido en el que, por fin, encontrarán la felicidad anhelada. Trajinada por promotores de remedios para la melancolía y la buena suerte, de pócimas para recuperar amores y ungüentos para curarnos de todo mal. Náufragos sin bitácora que recogen en las mañanas las pocas pertenencias que se llevarán en la mudanza de todas las tardes, especialmente el cordel de plástico que sirve para colgar las dos camisas, los tres vestidos, incluido el de fiesta, y los pañales del hijo que les llegó sin el famoso pan bajo el brazo, tratando de no olvidarse de la descolorida ropa interior que deberán usar el día siguiente. Inquilinos de sus propios cuerpos pretendiendo que el hogar son ellos mismos y se llevan la ciudad hacia donde van, la urbe espejismo metida en sus cajas de cartón, sus tres latas de leche llenadas a medias con arroz, azúcar y fideos. Migrantes de todas las regiones del país ofreciendo sus brazos y sus escasos conocimientos por lo que sea, por un plato de comida y unas monedas; mientras sus mujeres y sus hijos transforman la ciudad de los anillos en un inmenso mercado donde un día hacen de vendedores y otro de compradores.

Abandonados de la mano de Dios que engendran la violencia cotidiana en cada frustración que desahogan en sus pequeños espacios de cartones, zinc y plásticos, tugurios que los hacen sentirse dueños de algo, aunque sea de sus propias miserias. 

Refugios clandestinos que improvisan para dejar que sus cuerpos descansen de tanto trajín cotidiano y para que sus mentes intenten soñar con el mañana que los atrajo a la ciudad de los milagros. Peatones y transeúntes de callejones y patios perdidos en esta maraña de presunciones, prejuicios, intolerancias y mezquindades que llamamos ciudad y que encierra otra ciudad en cada uno de los que llegamos sin la invitación para asistir a la fiesta de bienvenida. 

Gentes de afuera y de adentro del país, algunos sin pasado, otros sin presente, sin pertenecer a ninguna parte; sin muertos que recordar y sin buenas anécdotas que contar. Ciudadanos del mundo que persiguen la fama de las ciudades como se sigue la huella de una mujer hermosa y seductora. Errantes del infortunio que deambulan por los corredores buscando el olvido, compartiendo el sol y las calles con los descendientes de los fundadores de la ciudad, guerreros y cobardes, ángeles y demonios, blancos y morenos, españoles y nativos, criollos y mestizos, vivos y muertos, redimidos por la incomparable belleza de sus mujeres. Así andamos todos, ellos y nosotros, edificando la ciudad, reivindicando los sueños y sufriendo las pesadillas de aquellos antepasados cuyos pasos son el recuerdo que perdura entre los pilares y los zaguanes de las viejas casonas de la zona central.

Lo eterno y lo efímero
Ciudad nuestra de cada día que va acomodándose entre lo eterno y lo efímero, entre lo vacío y lo significante, entre los apellidos y sus apariencias oligárquicas, entre las sombras decrépitas de casas solariegas y espejos que distorsionan nuestras imágenes impidiendo que nos enteremos quiénes viven escondidos por los reflejos de los barrios residenciales, de los cuales solamente conocemos las puertas de servicio y los vulgares ademanes de los dueños de casas que poseen las claves secretas del éxito mundano. Ciudad nuestra, elegida por mi familia para echar nuestras pocas raíces y cultivar nuestras vidas. Ciudad nuestra, déjanos caer en la tentación de amarte por sobre todos tus defectos y virtudes y no nos perdones si alguna noche olvidamos pensar en ti mientras disfrutamos de una larga e insomne trasnochada.

Ciudad de encuentros y desencuentros, ciudad de otros, de nosotros ni siquiera el ancho y ajeno horizonte que se pierde en el crepúsculo de los días. Tu nombre, ciudad de la Cruz, se repite como un buen augurio entre los que te aman, aun los que te malquieren, te invocan para conjurar la mala suerte. Así es, y no de otra manera, esta es una ciudad imposible de soñar, inconcebible para quienes no la conocen por dentro, hay que vivirla para imaginarla, hay que amarla para sentirla. Ciudad nueva con algo más de cuatro y medio siglos de edad, fundada en la llanura entre ríos y flores; joven y atrevida, coqueteándole al futuro amparada solamente en su citadino cuerpo; sin grandes monumentos arcanos que nos hablen de herencias majestuosas y sin pasado mítico, con muy poco que contar de los años anteriores a la conquista y al desencantamiento de este mágico territorio; con una historia fresca que empieza a interpretarse y a escribirse; por eso mismo espléndida y hospitalaria como un terreno fértil, dispuesto a dar sus frutos para quien los quiera cosechar. Esta ciudad es un cuaderno de estudiante en su primer día de clases, con sus páginas dispuestas a ser pobladas por garabatos y sueños. Tan igual y tan distinta a otras ciudades de este continente inacabado.