Cuando una feminista dice que todo hombre es un violador en potencia, saltan las alarmas. No ocurre lo mismo si se dice que toda mujer es una víctima potencial. Por eso, entender por qué ocurren las violaciones implica mirarnos al espejo como sociedad 

El Deber logo
14 de mayo de 2017, 4:00 AM
14 de mayo de 2017, 4:00 AM

Sin culpa alguna, se puede dejar de leer este reportaje después de esta frase: “Hay violadores porque hay machismo”. Como explica la filósofa e investigadora sobre violencia sexual Renata Floriano de Sousa, los violadores están en todos los lugares y clases de la sociedad, y las cifras de la Plataforma Interinstitucional Construyendo Paz lo confirman. Los adolescentes que han sufrido algún tipo de agresión sexual están, en la misma proporción, en los colegios más caros y en la escuelita rural más modesta. Hasta un 5% de los encuestados en estos colegios fueron víctimas de acoso sexual. En Bolivia, según la socióloga Ximena Vizcarra, de la Plataforma contra la Violencia, tres de cada cinco mujeres sufren violencia sexual. 


El número grita: el sexo del agresor es masculino en el 92,55% cuando la víctima es un niño; 96,7 si la víctima es adolescente, y 96,6 cuando la víctima es una persona adulta. Es lo que ocurre en Brasil, tan machista como todos los países latinoamericanos, según el Instituto de Investigaciones Económicas. 


La abogada y defensora de los derechos humanos Julieta Montaño, premio internacional a las Mujeres de Coraje 2015, considera que la ideología machista que permite las violaciones es un elemento de base profundo en la sociedad boliviana. Se puede resumir ese rasgo social así: “La sociedad considera que todas las mujeres son de libre disponibilidad de los hombres.

Es una sociedad en la que la mujer está vista como un objeto de propiedad”. Ese rasgo es el que empuja a conseguir, a conquistar (como se lo hace con un territorio) mediante las palabras que antes pasaban por piropos -siempre centrados en lo sexual- y que las mujeres consideran acoso. Los fundamentos del machismo no son solo religiosos, como se podría suponer, sino filosóficos.

Aristóteles consideraba que la mujer es solamente materia, mientras que “el principio del movimiento, que es masculino en todos los seres que nacen, es mejor y más divino”. Un partido político boliviano proclamaba con orgullo su orientación filosófica como aristotélica y tomista. De ahí a exigir la virginidad como un símbolo de conquista viril, hay un paso. 

Sexo y poder
Utilizar los genitales para humillar, ultrajar, dominar y someter es un acto de poder. En la violación, aclara Julieta Montaño, “para nada está presente el elemento de deseo sexual o de placer. El placer es el ejercicio del poder, no la sexualidad. No es la líbido, sino el hecho de ejercer el poder, esa capacidad de dominar, de borrar, utilizando los genitales como un arma”. Por eso, afirma, las personas no se pueden explicar por qué ocurrió la violación. “Suelen comentar ‘pero si es una niña, o una anciana, o era una persona que no lo merecía’. Es porque esas personas no entran en los estereotipos o esquemas, o en el imaginario de quienes deberían ser violadas. Sin embargo, ocurre con niñas, con bebés, con ancianas”. 


Las violadas -dice- pueden ser monjas o bailarinas de cabaret. Como afirma Michel Foucault, en las relaciones de poder, la sexualidad es uno de los elementos de mayor instrumentalización”y puede ser punto de apoyo y de articulación de las más variadas estrategias”. Si algunas víctimas no entran en el estereotipo, ¿cuáles lo hacen?

La víctima perfecta
Según el sociólogo Pierre Bordieu, la ‘moral femenina’ se impone a través de una disciplina incesante que abarca todo el cuerpo. Se habla de los peinados correctos, de los trajes cortos, de los apretados, de la postura adecuada. Así se va naturalizando una ética que luego desplaza la culpa por la violación a la mujer. Hasta los años 80, era común encontrar en la jurisprudencia británica ejemplos de críticas a las mujeres violadas por haber salido solas, “por tener un pasado ‘promiscuo’, por vestirse provocativamente, por vivir solas e incluso por dormir semidesnudas”, según Viviane Marie Heberle.

La admirable Simone de Beuvoir recuerda, en El segundo sexo, que la civilización patriarcal ha destinado la mujer a la castidad. “Se reconoce más o menos abiertamente el derecho del hombre a satisfacer sus deseos sexuales, en tanto que la mujer está confinada en el matrimonio: para ella, el acto carnal, si no está santificado por el código, por el sacramento, es una falta, una caída, una derrota, una flaqueza; tiene que defender su virtud, su honor; si ‘cede’, si ‘cae’, provoca el desprecio; en cambio, la misma censura que se dirige contra su vencedor está teñida de admiración”.

O sea: mucho tipango el que ‘vence’. Por eso, dice Floriano que en el imaginario colectivo existe esta imagen de una víctima de violación: “Es la mujer forzada a mantener relaciones sexuales y que lucha contra el agresor, y sale del acto completamente marcada con hematomas y cortes que atestiguan que fue realmente violentada”. Solo así se puede romper con este concepto arraigado:  “Todas las mujeres dicen ‘no’ cuando quieren decir ‘sí’. Pero es un ‘no’ social, para que no se sientan responsables más tarde”, contó un hombre de 35 años, que raptó y violó a una adolescente de 15, amenazándola con un cuchillo, cuenta Renata Floriano. 


Se explica así que la abogada Leslie Cedeño, de la Casa de la Mujer, asegure que hay sesgos de género en los jueces cuando se trata de trasladar a las mujeres la culpa por haber sido agredidas, cuando, en realidad, las violaciones son un problema sicosocial de salud pública, según la sicóloga Eva Morales. “En Bolivia falla el macrosistema (ideología y cultura), el exosistema (Policía, escuela, leyes), el mesosistema (familia, grupos) y el microsistema (la familia y los amigos)”.  
 
Qué hacer
Ya hay leyes. Una de ellas dice que hay que erradicar el machismo y despatriarcalizar para evitar la violencia y las agresiones sexuales. Si no se cambia el sistema, las violaciones seguirán justificándose con éxito. Julieta Montaño dice que se deben iniciar políticas públicas que conduzcan a una relación diferente entre hombres y mujeres. La pena de muerte y las castraciones no transforman las relaciones de género. Y tampoco hacen entender que la violación no es la presencia de un ‘no’; es la ausencia de un ‘sí’.