Hace 53 años Bolivia era un país de gente tranquila, de lento caminar y de hablar pausado ahora vivimos en una sociedad acelerada, de pasos agigantados en lo político y en lo social

El Deber logo
20 de agosto de 2017, 4:00 AM
20 de agosto de 2017, 4:00 AM

Si la primera impresión que me ofreció Bolivia, al llegar en 1964, fue la de un país de gente tranquila, de lento caminar y de hablar pausado, ahora, 53 años después, veo un cambio sustancial, tal vez hasta radicalmente opuesto: vivimos en una sociedad acelerada, de pasos agigantados en lo político, en lo social…, pero no tanto en lo educativo ni en lo religioso.

Mi visión inicial aparece cuando recuerdo aquellos primeros años en Sucre, ciudad de estudiantes por antonomasia. Y rememoro a cientos de jóvenes que paseaban temprano por la mañana, allá por el malecón, con un texto en la mano recitando -a los comienzos parecía que declamaran fragmentos del Talmud con ese característico ronroneo- hasta que alguien me hizo caer en la cuenta de que leían en voz alta textos de clases para tratar de memorizar los temas de estudio… Suavidad en su caminar, tranquilidad en la lectura paseando de arriba  a abajo por la acera… Estudio memorístico, repetitivo… Así se iban formando los futuros profesionales, quienes a su vez transferirían a otras generaciones el mismo estilo de aprendizaje...

Gente también tranquila de lento caminar y hablar pausado el de los campesinos en sus chacras del altiplano aimara, cuando arreaban a sus bueyes para arañar la tierra y sembrar en los surcos la semilla de papa que había de surgir posteriormente transformada en el alimento base para sí mismos y sus hijos. No había reloj que marcase el paso de las horas, jornada tras jornada, pero les bastaba en su sabiduría conocer el movimiento del sol para saber cuándo debían descansar.

Gente tranquila y de lento rezar también, cuando fallecía algún pariente y los familiares y amigos oraban como musitando salmodias -“ay tata…”-  y toda la comunidad aimara acompañaba a los deudos del difunto solidariamente hasta el nicho donde carne y tierra se fusionarían en uno solo.

Gente tranquila -excesivamente tranquila-  en sus sentimientos y expresiones religiosas que había aprendido a respetar todo lo que contuviera atisbos rituales importados desde occidente, a obedecer a dioses y vírgenes llegados de otros mundos y a los que debía venerar si quería lograr una vida feliz en esta tierra fecunda  -la pachamama, la madre tierra-.

Y sin embargo, esa misma gente tranquila se subleva, se transforma en vitalidad para caminar a pasos acelerados hacia cambios en nuestra sociedad. Y llegan revoluciones, les siguen golpes de estado e insurgencia civil, y de pronto, en pocos años vemos otra Bolivia. Ya no es la ciudad chuquisaqueña tranquila y serena solamente, ahora son las marchas de pueblos indígenas por el territorio y la dignidad  -como en 1990-,  o por la Ley INRA  -1996-  o en defensa del Tipnis  -en 2011-.  

 Otras veces vemos el dinamismo y pujanza de la Bolivia profunda en declaraciones y acontecimientos internacionales, como el G-77  -2014- o el reciente
Encuentro Mundial de los Pueblos realizado en Tiquipaya.     

Una Bolivia que se contrapone a la anterior, que quiere más participación del pueblo en la política, más justicia y equidad en nuestros gobernantes, una educación más centrada en la producción y un respeto a las lenguas y costumbres originarias.

Tal vez por eso a veces vemos signos excesivamente violentos en reacciones contra el statu quo: deseamos mejores jueces, más honestos y comprometidos  -a pesar de que no estemos de acuerdo con la forma de elección de los mismos-; queremos una policía más honesta y profesional, a la vez que protestamos contra formas de extorsión; deseamos más seguridad en nuestras calles, más orden y respeto vehicular, mejores formas de transporte, maestros más comprometidos con nuestra historia.

Toda aquella tranquilidad y suavidad en el modo de ser se convierte en rebeldía, pero al mismo tiempo  -contradicción humana- no nos involucramos en ese cambio: respetar las normas de circulación, mantener limpias nuestra calles, reconocer la prioridad de las personas por encima de la tecnología, propiciar encuentros entre grupos en lugar de fomentar “encontronazos” entre sectores sociales.

Mi visión de Bolivia, después de 53 años, es la de un país que crece rápidamente y quisiera lograrlo todo pero -eso sí-  que nos den las cosas hechas. Es la actitud del “que se haga”, en lugar del “hagamos”.   

Y en esta visión personal no puedo dejar de lado a la iglesia católica, de la cual soy miembro y a la cual encuentro demasiado anclada en el pasado en lugar de caminar a pasos acelerados. Es una iglesia temerosa de los cambios y transformaciones que pide el papa Francisco, que no es capaz de preguntarse por el sacerdocio casado y el celibato optativo, y menos todavía por la incorporación de la mujer en los ministerios.

Mientras las mujeres ocupan cargos de alta responsabilidad tanto en el gobierno como en empresas privadas, mientras se ha recorrido un largo trecho para llegar a ministras de Estado o de directoras, en la iglesia católica se mantiene el freno a los avances: no encontramos mujeres ministras del evangelio, ni de la celebración eucarística ni mucho menos del episcopado. 

Después de más de 50 años en este gran país, en mi Mirada de Bolivia hay una contemplación de la lentitud y suavidad inicial, por una parte; y la celeridad y agresividad, por otra. Son dos caras, al fin y al cabo, de una misma moneda.