Es la modelo más internacional que tuvo Bolivia. Está en su nueva faceta como diseñadora. Nunca antes habló de su relación amorosa después de su divorcio. Esta vez escogió a EL DEBER para hacerlo

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19 de noviembre de 2017, 4:00 AM
19 de noviembre de 2017, 4:00 AM

Antoinette nunca fue Antoinette. No pudo serlo. La vida la arrastró a su orilla. Siempre fue la modelo, siempre fue la figura pública, la diva, la boliviana que escaló a la cima de las pasarelas mundiales, como ninguna otra, y cuyo rostro brilló en vallas publicitarias, editoriales de moda y en la TV de las Américas, Europa, África y Asia. Después de 10 años de triunfos, se cansó. Ya no quiso ser más esa maniquí que iba devorándose el mundo poco a poco. Y decidió, por fin, ser ella, la mujer, la hija, la madre, la esposa, simplemente Antoinette van Dijk.   

Bella, exitosa...
Dejó Santa Cruz de la Sierra para probar suerte en el modelaje. Trabajó duro. Y la sudó. Y la sufrió. Muchas veces tuvo que atender en bares de Europa. Y en otras ocasiones se decía a sí misma que no podía desmayar después de que le iba mal en un casting. Vivió viajando. Después de mucho esfuerzo se le abrieron las puertas. Desfiló en las tres capitales de la moda, Milán, París y Nueva York, y pronto hizo trabajos publicitarios que se vieron en urbes como Nueva York, Miami, Los Ángeles, Madrid, Barcelona, Berlín, Múnich, Hamburgo, Roma, Hawái, Ámsterdam, Santo Domingo, Ciudad del Cabo, Canberra y Hong Kong.

Fue maratónico. No paró. “La vida de una modelo es dura”, dice. Y su voz parece quebrarse. De pronto le puso un alto. Creyó que ya era demasiado. Solo quería tirar la maleta y detenerse. Allí, volvió a sus raíces. Antes de irse se convirtió en Elite Model Look Bolivia 1997 (participó en el Elite Model Internacional en Niza) y en la Azafata EL DEBER 2000, y participó en el Ford Model de NY.

Siguió con lo que había dejado. Su nombre aún era parte de las Magníficas de Pablo Manzoni y el modelaje no la quería soltar (aunque ella lo deseaba). Aún era aclamada en el Bolivia Moda y en otras pasarelas. Pero se fue nuevamente por sus compromisos en Europa. Regresó por segunda vez. Instaló su tienda de ropa y continuó sobre la pasarela. Hasta que otra vez se cansó. Y se rebeló. Cerró el local y se lanzó como diseñadora. Creó su propia marca y la bautizó como A. Van Dijk (jeans y tejidos). Ahora sube al escenario, pero no como maniquí. Ya no pertenece a ninguna agencia.

En esa búsqueda de ser ella misma, quiso ‘arreglar’ su vida amorosa y salir de la turbulencia que la azotaba. Derramó lágrimas y las agotó todas. La tristeza la sacudió y la botó al suelo. Un día decidió levantarse y romper el silencio, después de seis años. EL DEBER la escuchó.

La tormenta pasó
Su corazón siempre le perteneció a Andrés Gutiérrez. Enamoró con él y llegó a creer que era el hombre de su vida. Se vistió de blanco emocionada y le dio el ‘sí, acepto’ solo a él. Tuvo un retoño hermoso, Rafaella (después llegó otro, Carlota). Pero pronto las diferencias, la inmadurez de ambos, el egoísmo y el destino hicieron que el idilio se rompiera. 

Entonces los problemas con el padre de su hija la reprimieron y la hicieron esconderse de los flashes. El lío fue grave porque llegó a firmar el divorcio. Eso duró seis años. Fue duro. Pero la vida da vueltas. Su padre falleció y tuvo que tomar un avión inmediatamente hacia Holanda. No quiso dejarlo ahí. Lo hizo cremar y se lo trajo a Bolivia. Lo enterró acá. Y en esos días grises la acompañó un hombre, Andrés. Ya había pasado seis años. Volvieron a hablar  y a creer que ya era tiempo de perdonar, de deshacerse de todos los monstruos y de darse una nueva oportunidad. 

Eso pasó en agosto. Lo mantuvieron en secreto. Se alejaron de Santa Cruz juntos. Cuando era niña, Antoinette visitó la Polinesia Francesa con su padre y se convirtió en un lugar sagrado para los dos. Quería volver allí. Quería, quizá, despedirlo ante el océano Pacífico. Y decidió hacerlo con Andrés. Allí, en el confín del mundo, se hicieron más fuertes los lazos con su amado y volvieron renovados.

Se dijo de todo de Antoinette y de su vida privada. Los rumores maliciosos pasaron de boca en boca y aún continúan. ¿Cuál es la verdad? Ella es honesta y responde. Sí, es cierto que fue una separación difícil, pero ¿las hay fáciles? Durante todos estos años rompió todo con Andrés, pero ambos respetaron su condición de progenitores. “No podía hablarle mal de su padre a mis hijas, porque es su padre”, manifiesta. Pero como mujer siguió sola hasta que creyó encontrar un nuevo amor. No quiere recordar eso.

Durante un año volvió a estar sola. Ella y su espíritu. Ya perdonó todo. Ahora quiere resurgir. Quiere ser feliz y que sus hijas también lo sean. No desea ser egoísta con sus pequeñas ni con ella misma. Ha vuelto a creer en que Andrés es el hombre que la vida le envió para encontrar la felicidad que se había alejado de su interior. Ya no son dos chiquillos. Ella y él encontraron el camino de la madurez y ahora están encaminados. Cree en el concepto de familia. Todavía no viven juntos (como antes), pero pronto los cuatro se irán a una casa.

Sufrió, pero niega haber sido violentada físicamente. Cree que llegó el momento de pensar en ella. Cuando fue modelo también lo hacía, pero su pensamiento solo giraba en torno a ser una supermodelo. Llegó a eso, ahora quiere seguir con su maternidad y con su labor como diseñadora. Lo que más desea en el mundo es consolidar su marca y dejarles una herencia a sus dos ‘turrones de azúcar’.

Reconoce que sus suegros son tan buenos con ella que se convirtieron en un pilar importante cuando la marea estaba enfurecida. Mantuvo esa grata relación y cosechó frutos. 

Ahora no quiere más hijos. Y tampoco no quisiera que el modelaje les haga un guiño a sus dos niñas. No pondría una escuela de modelaje, porque no tiene paciencia para enseñar. Atiende solicitudes especiales de chicas, no tiene problema en eso, pero le desesperaría tener a 30 o 50 chicas a su mando.

Ya no quiere nada con el modelaje. Ya le pidió el divorcio. Pero él no quiere dárselo. Se desenvuelve como ‘influencer’ y eso le gusta. No se considera una diva, de esas que llevan un vestido de brillos, pero sí le gusta darse sus gustos en muchas cosas. Se lo merece. Tampoco se ve a sí misma como famosa. Rara vez alguien le pide una selfi en el supermercado.

Alguna vez fue anoréxica. No tiene porqué ocultarlo. Era el precio que tenía que pagar para llegar a ser elegida entre 200 jovencitas. Lo superó.
Aquella vez tenía 21, hoy, 36. Asentó sus garras en Bolivia. Ya no quiere tomar un tren o un avión y aparecer en el otro lado del mundo. Ha decidido darse la mano con la paz.