Afuera de las rejas, los espacios que antes eran centros familiares, como La Calleja, tenían niños jugando y familias pintándose

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15 de febrero de 2018, 12:25 PM
15 de febrero de 2018, 12:25 PM

El Carnaval cruceño este año ha logrado reflejar perfectamente a la ciudad, por eso nos ha asustado tanto en los últimos años. Fue una fiesta con una enorme segregación espacial, donde los que podían pagarlo tenían la seguridad de las vallas, la música diversa y la posibilidad de no mezclarse con esa parte de la sociedad de la que reniegan. Nada muy distinto a las urbanizaciones cerradas de la ciudad.

Afuera de las rejas, los espacios que antes eran centros familiares, como La Calleja, con niños jugando y familias pintándose, se han vuelto lugares muchos más agresivos, donde se respira el miedo a la desigualdad social que se expresa en la calle del Carnaval. Le llamamos pandillas a los grupos de jóvenes pintarrajeados que recorren la calle tratando de pintar a otros, juntándose y “agrediendo” a las personas mayores, porque los de su edad han podido pagar un garaje con grupo internacional de reggaetón. Hemos aprendido a tenerle miedo a lo que creamos como sociedad. Exactamente lo mismo pasa con las pandillas de los barrios: jóvenes que crecen sin padres –trabajan 12 horas por días y nunca están o simplemente se fueron- se asocian entre ellos para crear algo parecido a una familia. No les damos alternativas, preferimos temerles.

A la clase media cruceña, a la más tradicional, no le gusta que el pueblo se haya tomado la Ballivián, por ejemplo, o que los pequeños oasis de comparsas de mayores sentadas en alguna vereda se sientan incómodo con “el otro”, con ese quedaba en su barrio cuando ellos comenzaron a carnavalear. Pero en realidad, lo que más extraña es encontrarse con sus amigos en la calle, saludarse, abrazarse, invitarse un trago y compartir unos metros de espacio común. Cuando eso pasaba, las pandillas eran miracorso. No importaban.

Tal vez eso se trata de rescatar con la cruz, la I y la L carnavalera, pero no creo que dejar a un lado al ‘otro’ sea lo más democrático, porque están privatizando espacio público, como en las urbanizaciones cerradas.

Cómo estará de jodido nuestro Carnaval que hemos necesitado prácticamente militarizarlo. No había cuadra sin Policía, que hicieron un esfuerzo enorme para mantener el orden, para evitar que ese choque de realidades se torne violento, como ha sucedido en otros años.

Incluso se logró controlar gran parte de la venta de pinturas, el centro lucía más limpio. Es más, casi no se usó agua. Fueron pocas las familias que sacaron la manguera, pocos los que inflaron vejigas con agua y pocos los que terminaron mojados y pintarrajeados. Así, solo quedaba beber, ya no ‘jugar’.

Con ello, el Carnaval se va haciendo cada vez más chico. No pasa demasiado más allá de las calles Sucre y Manuel Ignacio Salvatierra, eso si no contamos que los garajes llegan hasta el cuarto anillo. Bien podría ser una base para instaurar una zona carnavalera, para liberar al resto del centro del agobio de tres días sin circulación. Tal vez sea hora de llevárselo de una vez al Cambódromo y organizarlo como una fiesta de pocos, porque a eso es lo que tiende.

No sé cuánto tiempo más le quede a este Carnaval. Solo sé que no lo voy a extrañar.

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