Una casa con olor a campo. El escultor boliviano le muestra su hogar a EL DEBER. Allí es el ‘horno’ de sus creaciones, pero también donde recibe a sus amigos 

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7 de octubre de 2017, 4:00 AM
7 de octubre de 2017, 4:00 AM

Un loro cayó del cielo. Desplumado. Es el nuevo habitante del Búho Blanco, donde dos monos, un perro y tres ardillas conviven entre toros, bustos y la magia de Juan Bustillos, el hombre de bronce que inventó un nuevo concepto de hogar en Santa Cruz.

De basurero a casa artística
En Yungas tenía otro paisaje diferente al de Santa Cruz. Nunca le gustó estar mirando solo la pared. Y él quería recuperar eso. Cuando llegó a la urbe caliente -hace 37 años- tenía en la cabeza más o menos la idea de su casa. Así surgió el Búho Blanco, un espacio multifuncional que es galería de arte, hogar, refugio de animales y taller, donde este artista funde el bronce y corta la madera para crear todo lo que imagina en su cabeza. 

Hace 17 años ese lugar era un basurero. Sucio. Maloliente. En 11 meses Juan le cambió la cara. Y allí recibe a sus amigos y también extraños. No organiza fiestas muy seguido, pero cuando le toca ser el anfitrión de una de estas, él y su señora, Yasuko Kitayama, se preocupan de cada detalle para dar una atención de primera. No son para nada complicados ni les gusta ostentar lo que tienen. Solo se valen de la humildad. Con ella la pareja gana amistades y desata una cordialidad única que dejan en la visita una experiencia realmente inolvidable.

Y el Búho Blanco no es un templo ni ningún otro sinónimo a este sustantivo. Es simplemente un hogar (con pinceladas artísticas) en el que Juan decidió vivir y donde incluso le gustaría morir. No piensa en la muerte, pero ya que se le consulta, no le queda de otra que afirmar: “No quiero que me metan ni en un cajón ni en un nicho. Que caven un hoyo en la tierra y que me echen dentro”. 

Él quiere volver a la tierra, porque salió de ahí, pero no cree que haya intervenido algún dios. No cree en Jehová. “Los curas me mintieron. Los descubrí...”, dice y no cierra la idea. Eso pasó hace ya mucho tiempo. Desde entonces prefiere desechar eso de “yo soy el camino, la verdad y la vida” por: “duda de mí, tú puedes ser dios”, que es lo que proclaman los budistas.

Conoce muy bien la cultura asiática. Estudió en Japón. Allí conoció a su mujer. Convive con ella hace 20 años. No se casará. Está bien así. Tampoco tendrá hijos. Le gustan los niños, pero no se ve criando a algunos.

Artesano de la vida

Los que conocen a Juan saben que es buen tipo, noble, paciente y exigente consigo mismo. Prefiere pasar más tiempo en su taller que en su propia casa a la que llama Búho Blanco. Tampoco duerme mucho. En la noche crea y en la mañana se conecta con la realidad.

Los que acuden a su casa solo tienen una regla: dejar los zapatos antes de pisar el primer escalón. Si bien es una tradición del otro lado del mundo, Juan solo lo hace por higiene. Después la casa es para sus invitados.

No importa si es una ocasión especial, este hombre de 58 años jamás se pondrá una corbata o un esmóquin. No le gusta. No va con él. “Eso es una pose”, piensa. A él no le interesa la estética. “Ando mugroso todo el tiempo, yo soy así”, agrega. Pero lo que sí posee es un alma noble, que deja al descubierto cada vez que conversa.

Un hogar amable con la naturaleza, es lo que también la gente encontrará allí. Abundan los árboles, como el bibosi, el mango, el motacú, el palto, el tajibo, el gallito, la mara y la ambaiba. Si a otros les interesan los frutos, a Juan le gusta al revés, solo un árbol para que brinde gentilmente su sombra y para que lo haga sentir que vive en medio de la naturaleza, aunque estuviera en una urbe, como Santa Cruz. Es un escape a todo el caos urbano. 

En la casa coexisten las piezas de arte... pinturas de grandes autores, como María Luisa Pacheco, Tito Kuramotto y Lorgio Vaca, pero también hay varias Rosita Pochi de bronce o almohadas artísticas en la salita de estar. Hay rostros, unos más felices que otros, y entremedio de ellos la tetera, las tazas o los vasos de cristal. Hay una biblioteca, un loro gigante, una telaraña, bambúes inofensivos y afuera un toro gigantesco inconcluso, que pareciera convertirse en el guardián del búho.

Cuando el búho está de fiesta, ofrece un buen vino, un asado (si cocina Juan) o un rico sushi de Yasuko. No hace falta más. Es lo que tiene para ofrecer el anfitrión. Ya con su sencillez, su humildad y su nobleza tiene demasiado. 

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