Siete días después de la momentánea toma militar de la Plaza Murillo, abunda la bruma y naufraga la verdad sobre los hechos.
Juan José Zúñiga, principal implicado, está recluido en el penal de El Abra, Cochabamba, sumido en silencio, después haber deliberado sobre asuntos políticos, amenazar públicamente a un ciudadano, irrumpir violentamente en Palacio de Gobierno, pedir la liberación de los presos políticos y acusar al presidente Luis Arce de ser cómplice de su aventura. Todo un rosario de burdas agresiones a la democracia boliviana.
El presidente, ministros y viceministros del Gobierno, y todo el aparato comunicacional del Órgano Ejecutivo trabajaron en dos líneas discursivas: 1) golpe de Estado fallido y 2) Luis Arce fue valiente y frenó la conjura.
Sin embargo, a juzgar por los hechos y los antecedentes históricos, surgieron dudas razonables; tanto que un acontecimiento que pudo marcar una ruptura constitucional se convirtió en motivo de memes y parodias.
Se necesita con urgencia una investigación imparcial, pero muy poco se puede esperar de un Ministerio Público que en más de una oportunidad ha dado señales inequívocas de su sometimiento al poder de turno por encima de la defensa de la sociedad.
Javier Milei, presidente de Argentina, se refirió al hecho como una “falsa denuncia de golpe de Estado” y por su lado el autócrata Nicolás Maduro salió en defensa de Luis Arce y la versión oficial del hecho. En ambos casos se trata de lamentables intromisiones externas en la política del país que debieron tener el mismo nivel de rechazo, pero por razones ideológicas harto conocidas, el Gobierno maneja las relaciones internacionales por afinidades políticas más que por intereses nacionales.
Y, sin duda, una de las consecuencias más lamentables es el impacto que sufrió la economía, desde el inmediato incremento de precios en los artículos de primera necesidad hasta las calificaciones internacionales sobre el riesgo país. ¿Habrán pensado los articuladores de esta siniestra jugada en las consecuencias de sus acciones?
En circunstancias normales, un episodio de estas características pudo haber generado un movimiento de unidad firme en torno a un valor fundamental: la democracia, y a partir de ello una suma de voluntades políticas con el objetivo de atender, en todos los ámbitos, una agenda urgente e imprescindible para el país. Pero no hubo tal. Es más, ni siquiera el presidente de la Asamblea Legislativa tuvo la iniciativa de convocar a una sesión de emergencia para que senadores y diputados se pronuncien con firmeza en defensa de la democracia.
Una semana después, el país ha vuelto a la rutina diaria, con los conflictos y bloqueos habituales, con las elecciones judiciales nuevamente paralizadas, con un Gobierno sin capacidad de autocrítica. Y he ahí el detalle: da la impresión de que el presidente y sus ministros carecen de credibilidad y no la han podido recuperar ni siquiera después del episodio del 26 de junio.
Pasó de todo y no pasó nada. Así se construye el porvenir del país, con autoridades sin norte, opositores dispersos, una ciudadanía que comienza a normalizar hasta lo más adverso, con una economía en lento deterioro y una democracia a la deriva.