El Estado soy yo, es la frase que se atribuía a Luis XIV, rey absolutista de Francia, cuando imponía su poder con mano dura frente a cualquier intento de rebelión. Cuatrocientos años después hay otro político que actúa en la misma lógica: Evo Morales que asegura que marchar para imponer su propia candidatura es marchar por los intereses del país. La movilización comienza hoy y pretende llegar en unos días a la sede de Gobierno. También tiene el objetivo de mover el tablero del poder. Luis Arce lo sabe y lo confronta. Ambos se dan cornadas públicas, sin importar los daños colaterales de esta guerra sin cuartel.​

En simultáneo, y quizás no por casualidad, hay campesinos de La Paz que están bloqueando en las rutas del altiplano. Sus dirigentes se declaran independientes, pero los fines se parecen a los de Morales. Ambas movilizaciones generan incertidumbre en la ciudadanía, acostumbrada a esperar el mes de octubre en alerta, porque siempre pasa algo, siempre hay conflictividad y Bolivia llega al borde del precipicio.

Lo que está ocurriendo en el Movimiento Al Socialismo es una pelea por el poder y decirlo no es novedad para nadie. Este partido y sus dos mandamases quieren mantener el control del país, pero no le ofrecen nada a cambio. Tienen un modelo económico agotado, que ya no responde a la realidad actual, son clientelistas en la enorme burocracia que crearon y van construyendo el imaginario de que no hay Estado sin ellos. Para esto han destrozado la institucionalidad construida durante los años de democracia, han despilfarrado los recursos que Bolivia obtuvo de la renta del gas y ahora no saben cómo responder a las crecientes necesidades, especialmente de los más pobres.

La mirada desde afuera que hacen los opositores habla de que los dos líderes del MAS son el verdadero problema de Bolivia. El ida y vuelta, que se ha ido calentando, termina siendo una distracción para no encarar los temas de fondo del país, que son mayoritariamente económicos. Lo malo es que estas dificultades medulares se van profundizando, mientras desde el partido gobernante se hace muy poco para revertir la situación.

Bolivia ya dejó de ser el país admirado por otros gobiernos, se ha convertido en el país rezagado en la solución de sus problemas. Hace dos décadas, nuestra nación podía jactarse de estar un poco mejor que Paraguay y ahora resulta que el vecino se ha convertido en imán para inversiones y para vivir bien. Hace un par de años, veíamos a Argentina debatirse en una crisis económica sin precedentes y ahora observamos cómo el Gobierno da pasos destinados a eliminar el déficit fiscal, disminuir la inflación y mejorar la realidad de sus ciudadanos. Ni siquiera Perú, que tiene tantos problemas sociales y denuncias de corrupción de sus gobernantes, ha visto deteriorarse su economía porque es un pilar que se supo conservar a pesar de todo.

A qué nos lleva todo esto. Pues a que Bolivia en el corto plazo sea el país con peores condiciones de vida de la región: con inflación creciente, sin oportunidades para las inversiones nacionales y extranjeras, con un éxodo de ciudadanos que va en aumento.

Entonces, es imperdonable que, bajo la creencia de que el Estado es Evo o Lucho, se pretenda seguir conduciendo al país al abismo. No se salvan de esta conclusión los políticos de la oposición, que tampoco se muestran como una alternativa sólida y sostenible para los bolivianos, cada vez más desesperanzados.