Han transcurrido pocos días después del extraño y antidemocrático movimiento militar del pasado 26 de junio que, por algunas horas, provocó incertidumbre y temor en buena parte de la población boliviana. Casi desde el principio de la operación emprendida por Juan José Zúñiga surgieron muchas dudas y cuestionamientos que deberían ser inequívocamente aclarados en una investigación independiente y seria; pero es demasiado pedir si solo se considera el hecho de que la ministra de la Presidencia leyó públicamente las declaraciones brindadas ante el Ministerio Público por el principal implicado en el hecho.

El Gobierno desplegó todo su poder y aparato mediático para imponer la narrativa del golpe de Estado, pero la estrategia no fue del todo efectiva puesto que hasta la fecha persisten numerosas interrogantes que difícilmente serán aclaradas pues como dice la legendaria frase del senador estadounidense Hiram Johnson: “la primera víctima cuando llega la guerra siempre es la verdad”.

El presidente Luis Arce, el privado de libertad Juan José Zúñiga, el ministro de Defensa, Edmundo Novillo, los militares responsables y otros justos que pagan por pecadores saben la verdad, pero en los oscuros juegos de la política, verdad y la mentira llegan a tener el mismo valor siempre y cuando sirvan al fin último que es conservar y reproducir el poder. Todo vale, aunque nadie se libra del implacable veredicto de la historia y de su propia conciencia.

Equivocados están los estrategas políticos que muy presurosos se reunieron a puertas cerradas para analizar quién ganó en esta partida. ¿Luis Arce con su baño de masas en Plaza Murillo? ¿Evo Morales, convertido en el principal opositor y acérrimo crítico del Gobierno? ¿Eduardo Del Castillo? ¿Edmundo Novillo? No importa. Lo único cierto es que la gran perdedora es la democracia boliviana. Un extremo que no se puede ni se debe admitir.
El presidente del Estado tiene ante sí un desafío muy grande: reestablecer la institucionalidad y encarar los problemas que aquejan al país. No puede hacerlo solo y debe buscar consensos, aunque hasta ahora ha demostrado que prefiere la imposición frente al diálogo para luego retroceder ante las medidas de presión.

Aun así, Bolivia necesita acuerdos mínimos para atender los problemas económicos, encarar las elecciones judiciales sin trampas ni burdas manipulaciones, que se acabe la indigna auto prorroga de mandato de las altas autoridades judiciales; que se restablezca el funcionamiento normal de la Asamblea Legislativa y que se devuelva el orden y la legalidad a las Fuerzas Armadas. Nunca más un militar desaventajado en su carrera y con antecedentes penales puede llegar a un cargo tan alto solo por ser amigo servil del poder de turno.

Defender la democracia es mucho más que marchas y balcones, más que arengas y frases hechas para probar el traje de héroe a un ciudadano que tiene el deber de gobernar para todos y no solo para sus partidarios. Respetar la democracia es escuchar al adversario y no verlo como enemigo, y entender que por muy distintas que sean las ideologías, hay un bien superior a preservar que es la patria.

Es hora de dialogar, escuchar, avanzar y ceder. El tiempo no está para caprichos y menos para prácticas autoritarias, porque el que juega con fuego puede ser el primero en resultar herido.