De acuerdo a datos oficiales, hasta la pasada semana, 3.9 millones de hectáreas de bosques y pastizales fueron devastadas en Bolivia a causa de los incendios forestales que empezaron hace tres meses y no parece que se detendrán.  El fuego descontrolado, que ha afectado a 72 poblaciones (el 88% en Santa Cruz), ya alcanzó a tres parques nacionales, obligo el cierre de siete aeropuertos y la suspensión de las actividades escolares, además produjo el aumento de enfermedades respiratorias. Recientemente, la presión pública obligó al gobierno a declarar una tardía emergencia nacional que solo va a permitir gestionar ayuda internacional y realizar contrataciones sin el procedimiento burocrático habitual.

Los efectos socioeconómicos que están causando los incendios son incalculables y duraderos, e incluyen la destrucción de infraestructura, la pérdida de cultivos y ganado, la caída del turismo, el daño a la agricultura, la biodiversidad, las fuentes de agua, la salud humana y las economías locales. Uno de los mayores problemas ya lo estamos sufriendo con el humo que genera este megadesastre y que según los expertos puede ser más tóxico que otros tipos de contaminación atmosférica por su incidencia en afecciones como el asma, problemas cardiacos e incluso el cáncer. A esto se debe sumar la calidad del aire que, por primera vez está superando los 400 puntos (muy grave en parámetros internacionales) en varias ciudades del oriente.

Pese a lo dantesco del panorama, al parecer lo peor está por venir. La demora de la época de lluvias, los vientos persistentes y el aumento de la temperatura, que en la zona de incendios superará los 40 grados, configuran el peor escenario posible, especialmente para los Parques Nacionales, las áreas protegidas y las zonas agroproductivas.  El desastre podría superar al 2019 cuando se quemaron 5,7 millones de ha; 1.5 millones eran de bosque seco chiquitano, prácticamente irrecuperable, como los 6 millones de mamíferos de 48 especies que, se calcula, perecieron en los 4 meses que duró el evento.

Aunque en los últimos 10 años en Bolivia se han destruido 48 millones de Has por los incendios, no existe una política para enfrentarlos.  En 2016 se creó el Programa de Monitoreo y Control de la Deforestación y Degradación de Bosques, una norma declarativa con líneas tan genéricas como inútiles que hasta ahora no se aplican. Asimismo, en mayo de este año, se presentó el Plan “Lucho Contra los Incendios” (casi un slogan de campaña), que propone obviedades y medidas dispersas, inaplicables e ineficientes.

Las organizaciones de la sociedad y las entidades políticas tampoco han sido eficientes y consistentes en sus planteamientos.  En la mayoría de los casos se han limitado elaborar complejas teorías conspirativas para culpar a los sectores empresariales por los incendios, sin ofrecer ninguna prueba; en plantear la derogación ciega de normas supuestamente responsables de la tragedia, o incluso en pedir el cese de las actividades productivas o prohibir el uso de la biotecnología.

Un simple análisis evidencia que el origen de los incendios involucra factores culturales, económicos, jurídicos, institucionales, políticos y naturales, que transitan desde el tradicional chaqueo, hasta la sequía y el aumento de la temperatura global, pasando por la dotación de tierras a grupos migrantes afines al partido de gobierno que al desconocer el manejo de la tierra terminan destruyéndola, la ineficiencia y precariedad de las entidades públicas y la falta de recursos.

Más allá de las responsabilidades, es necesario asumir medidas estructurales para los desastres venideros. Debemos implementar un sistema permanente de prevención, mitigación y control en los departamentos del oriente y el Chaco, creando en la zona, una división militar especializada, y entrenando a los soldados para reaccionar ante el primer foco de calor. Un sistema debidamente equipado, que incluya en el mismo espacio a escuelas de formación de bomberos comunitarios y policía forestal. Además, a partir del Acuerdo 43 suscrito con el Brasil el pasado 9 de julio, debiera constituirse un mecanismo para implementar la lucha conjunta en áreas comunes de bosques, especialmente en zonas como el Pantanal y la Amazonia, sin la pesadez de la burocracia diplomática.

Es tiempo de considerar el tema medioambiental como prioridad de Estado y a los incendios como un problema sustantivo. Sin la demagogia seudoambientalista, la ineptitud política y la lamentación improductiva; con pragmatismo y eficiencia, es necesario un enfoque más coordinado y sustentable que combine la tecnología, la gestión de recursos naturales y la decisión política e institucional. Solo a través de un esfuerzo conjunto será posible reducir el impacto de los incendios forestales en Bolivia y proteger nuestros ecosistemas que al final, junto al capital humano, son lo más preciado que tenemos.