Muchos años después, frente a la soledad neoyorquina de su apartamento, Gian Carla Tisera había de recordar aquella mañana remota en la que un hombre muy viejo con unos sueños enormes la ayudó a descubrir un lenguaje secreto. 

Cochabamba era entonces su universo y en él giraban dos soles: su abuelo Ernesto y su abuela Nora; su hermano menor, Diego, era un recatado asteroide; Gian Carla era un satélite sin órbita que exasperaba a la abuela.  Algún silencioso golpe sideral convirtió al padre en un planeta errante y empujó a su mamá, Elvira, a Estados Unidos, donde estudió, trabajó y sufrió durante tres años por sus hijos. 

La pequeña Gian Carla exasperaba a los viejos trepando al árbol bicentenario de la casa antigua, correteando por el salón de belleza de la abuela y por los pasillos de La Cancha, ese abigarrado mercado cochabambino que es un resumen del planeta. Mientras la abuela escoge las verduras para el almuerzo, la futura soprano se detiene en el olor terroso de las papas y el caliente olor de la sangre y la carne que hieren de a kilo las mujeres de pollera.

Cada color, cada voz, cada acento quechua de las charlas de Felicidad, su nana, con su abuelo, se fueron quedando en la niña. Se ha quedado también flotando en su memoria el olor a tabaco que tenía su abuelo, que murió de enfisema, y el sabor de las empanadas de La Angostura. 

“Tiene que convertirse en una señorita”, se repite a sí misma la abuela al ver la órbita errante de Gian Carla. “¡Ballet! Es la solución”. El ejercicio, la disciplina del movimiento y de la postura van a convertirla en una damita. Error. 

La energía de esa supernova de cuatro años y medio sigue desbaratando la sala, hasta que un día tropieza y para evitar el golpe se agarra del piano. Sin querer, ha oprimido una tecla y el sonido ha convertido a la cantante en una piedra absorta. La abuela lo ha notado y piensa: “¡Música! Es la solución”. La concentración, la disciplina del ritmo y los sonidos van a convertirla en una damita. Error. “La verdad es que soy un animal”, dirá después la soprano. 

El hombre viejo con sueños enormes se llama Carlos Iriarte y es profesor de piano. Algo en su rostro recuerda a un Cantinflas señorial. Carlos es igual de entretenido. Agarra una bandeja y coloca varios objetos. “Te doy cinco segundos para que los memorices”, le dice a su alumnita y luego cubre la bandeja con un paño. Ella tiene que forzar la memoria para recordar cada objeto. Le contaba anécdotas de los compositores y así fue escuchando detalles de la genial sordera de Beethoven o de la precocidad del eterno Mozart. Cuando ya había aprendido lo suficiente, Carlos la llevaba a la heladería Dumbo, donde había un piano de cola. Ahí tocaba Gian Carla para los comensales que derretían sin prisa un granizado en la boca. 

De alguna manera, Carlos Iriarte supo que la música estaba en el destino de la niña. Ella intuía que la inmensa patria musical era un lugar donde se sentía segura, a gusto. Ese era el lenguaje secreto que ambos comparten hasta hoy. Ahí, con ese código musical, empezaron a germinar las claves de las imágenes y las letras que hoy se ven en los videos de la artista.

Luego vendría otro momento decisivo, aunque para eso era necesario que transcurran tres años. 

El abuelo Ernesto se encargó de tender un puente de sonidos entre los hermanos Gian Carla y Diego y Elvira, mamá de ambos. Cada mes llegaba un casete, un registro sonoro en el que Elvira contaba sus días en ese inmenso país de lengua extraña y desgranaba su cariño para sus hijos, que la escuchaban en el escritorio. Casi con desesperación, Gian Carla ha intentado recuperar todas esas grabaciones, pero se han perdido todas. Solo se puede imaginar la sucesión de pequeñas alegrías y los rastros sonoros de la soledad de Elvira. Hay un fragmento en el que se oye a la pequeña tocando el piano para su madre. El resto es silencio. 

1. Entrega. Tiene una suma de talentos: pasión, técnica vocal, manejo escénico y creatividad. 

2. Mejor Video Musical. Estuvo en la preselección de los Grammy por Señora chichera.

El reencuentro
Los abuelos viajaron con Gian Carla y Diego a Los Angeles. Por fin, después de tres años, los niños verían a su madre. Nada podía salir mal. Ernesto y Nora habían preparado a los dos chicos para vivir con una mamá sola y su voz era uno de los sonidos de la infancia de ambos. 

Eran las once de la noche cuando llegaron a la gigantesca Los Angeles y en el aeropuerto se encontraron con una señora que los abrazaba y tocaba desesperadamente, entre sollozos. Gian Carla estaba sorprendida pero era incapaz de reaccionar ante ese violento cariño materno contenido durante 1.100 días. 

En todo eso pensó mientras se sorprendía al ver la autopista, tan iluminada, con miles de coches poseídos por una prisa insensata. Todo era tan distinto al ritmo de caminata en el que vivía en Cochabamba. Iba y venía por su llajta, mirando atentamente las calles y las casas. Aún hoy, cuando visita la ciudad que la vio nacer, repite el rito de caminar casi memorizando por enésima vez el casco viejo y recorriendo a su gusto las 25 cuadras que hay entre La Recoleta y La Cancha, incluso con las bolsas de sus compras. 

Han llegado a la casa y el cariño solícito de la mamá les muestra los cuartos, las camitas, las toallas, en fin, ese pequeño nuevo universo que va a ser su centro en los próximos años. Les presenta a un par de tíos que estaban de visita y finalmente los acuesta. Lo siguiente que recuerda Gian Carla es el roce leve de su mamá, que rompe el cristal quieto de su sueño matutino mientras los tíos y los abuelos aún duermen.

Son las seis de la mañana. Salieron de la casa silenciosamente y se fueron a un restaurancito. Panqueques, huevos, salchicha americana. Es la primera vez que desayunan juntos. Los enormes ventanales del modesto restaurante iluminan la ansiedad y las lágrimas de la joven mamá, que les hace preguntas y les da de comer con ternura infinita. 

 

“Señora, su hija...”

Así empezó el cambio en la vida de los hermanos. Como un eco lejano llegaban a la memoria de Gian Carla la agitación navideña de su abuelo, que dedicaba un día entero a buscar un pino en el bosque, cortarlo y llevarlo a la casa antigua de Cochabamba, para luego fijarlo con piedras en la sala, y la minuciosa reparación de las lucecitas quemadas que rodearían ese verdor decorado.

Tres días demoraban en buscar, fijar y adornar ese árbol. Le llegaba también, asordinado, el sonido de las bromas y las risas de medio centenar de parientes que se reunían cada Navidad en la casa antigua. El cansancio feliz que le dejaban los juegos con los primos y el sabor de los pasteles y el arroz con leche que preparaba la bisabuela Elvira solo la acompañaban como una costumbre de la memoria en esa ciudad nueva para ella, tan lejana de las voces divertidas de las amigas de la abuela, que se reunían cada martes y jueves para jugar cartas. 

Pero habría otras formas de felicidad en ese nuevo y gigante país. A los nueve años ingresó al coro del colegio y al poco tiempo una profesora hizo llamar a su mamá. 

-“Señora, su hija tiene talento vocal. Alguien tiene que darle clases de canto”. 

Fue una revelación para Gian Carla. Sí, sabía que podía cantar pero no lo tomaba tan seriamente. Varias veces había disfrutado de los aplausos de los tíos cuando cantaba y la familia lo encontraba interesante, como cuando alguien sabe un único truco de magia. Pero esto era otra cosa. Había que tomar clases. Así fue como esa niña se encontró con el canto y se dijo “esto es lo que quiero hacer el resto de mi vida”. 

La vida no es fácil para una madre sola que trabajaba para darle forma al sueño de sus hijos. A veces tenía que reducir hasta sus comidas -ahora lo sabe Gian Carla- para poder pagar los 60 dólares semanales que costaban las clases de canto. Con ese dinero se podían pagar cinco comidas. Varias veces, la mamá tuvo que privarse de una de ellas. 

Durante la licenciatura en canto escénico y ópera en la Universidad del Sur de California, Gian Carla estuvo trabajando como mesera. Entendió muy bien cómo vivía una persona que está al servicio de los demás y siempre proclama que está orgullosa de haber realizado ese trabajo. En la universidad se encontró con una profesora que odiaba su voz, pero durante cuatro años, semana a semana, acudía a estudiar y a practicar con quien sentía que mutilaba su espíritu. 

Después de la licenciatura estaba más que lista para los escenarios, pero sentía que su voz era ‘horrible’. Regresó a Bolivia y dejó de pensar en profesores y en la esclavitud de los ensayos. Llegaron contratos para la Sinfónica Nacional de Bolivia y para el proyecto Barroco Boliviano, con el que llevó su voz a varios países de Europa durante cinco años. Aprendió a ser “profesora de su propio cuerpo” y a obtener de él los mejores sonidos. 

Al volver a Estados Unidos para comenzar la maestría, Gian Carla era otra. La disciplina del Instituto Laredo de Cochabamba y la seguridad que le dieron las giras la transformaron en una artista madura. Los profesores de la maestría, hasta hoy, se entusiasman con sus proyectos. La música clásica la recibió en su grave y reposado regazo.

Empezaron las presentaciones con la Sinfónica de Pasadena, la Orquesta Filarmónica de Los Angeles. El éxtasis de la felicidad llegó cuando
aceptaron su postulación para asistir a una audición en la Scala de Milán. ¡La Scala! La patria sonora de Verdi, las paredes acariciadas por la voz de María Callas. Solo para que la gente de la Scala lea la hoja de vida hay que pagar cien dólares. La soprano estaba conduciendo cuando la llamaron a su celular y le dijeron “Estaremos honrados de que venga, signora Gian Carla”. La llamada aceleró su corazón y detuvo el auto. La emoción no le permitía seguir manejando. 

Tenía un mes para prepararse. 50 artistas de todo el mundo estarían ahí y solo ocho iban a ser elegidos para una residencia artística. Hizo la llamada: “Mamá, tengo que pagar un vuelo a Italia y la estadía”, le dijo, desconsolada. “No te preocupés. Vamos a ver la forma”. 
Fue un mes de preparación intensa. Alistó cinco arias, cambió a una dieta más estricta y mimaba su voz como a un amor nuevo. Conocía no cada segundo, sino cada décima de segundo de las notas que cantaría La Scala. Y llegó a Italia. 

Tenía que cantar a las once de la mañana, pero eran las seis de la tarde y seguía encerrada en la sala de ensayos con otros 50 artistas de todas partes. En esa Babel que solo conocía el lenguaje del canto había albaneses, holandeses, sudafricanos.  Ninguno tenía un lugar tranquilo para calentar la voz. Todos estaban hambrientos, nerviosos y anticipadamente cansados. De pronto, la llamaron. Había cinco jurados y un pianista.

Gian Carla trató de abstraerse mirando los tragaluces del techo y las antiguas tejas del edificio. Empezó a cantar y cometió errores que jamás había cometido. Olvidó las letras y algunas notas. ¡Ella, que entraba a las audiciones con una seguridad apabullante! Después de la segunda canción sonó el amable “grazie” y supo que no la llamarían para la segunda audición. 
Llegó al hotel y lloró toda la noche. 

3. Lírica. Cantó en la Filarmónica de Los Angeles y en la Orquesta Sinfónica de Bolivia 



La crisálida
El tiempo de la ópera estaba llegando a su fin en la vida de la soprano. Le parecía que el mundo elitista de la ópera decía muy poco de su verdadero ser. Así fue su monólogo interior: “Esto dice poco de lo que soy. Soy boliviana, latina, del Tercer Mundo. Lo que me preocupa no se discute en la ópera, no es un arte que habla con relevancia del presente. Quiero usar mi talento, mi conocimiento y mi posición política como ser humano para hacer música relevante. En la ópera no hay mucha música nueva, todo consiste en rehacer Mozart o algunas producciones. En ese mundo se es un intérprete, no un creador”. 

La soprano estaba deconstruyéndose, justo en el momento en que acababa su maestría y había decidido quedarse en Nueva York para dedicarse a la ópera. Sentía que su vida consistía en repetir los ensayos de las mismas arias y dejó de gustarle la gente con la que trabajaba en producciones insípidas.

Mientras tanto, en el jardín de los músicos de jazz o de la música latina, el césped era más verde. Mientras esos artistas se expresaban y mostraban su historia personal, ella estaba condenada a ser un museo musical. Otra vez el monólogo: “¿Por qué tengo que ser un museo? La vida es corta y tengo que decir mucho sobre mi país y mi música. Toda mi vida estuve enfocada en aprender música de otras personas, de otras culturas. Quiero hacer la mía, contar la historia de donde yo vengo, de mi madre, de mi familia. Quiero hablar de la realidad que viví en Bolivia. Quiero hablar de mis hermanos bolivianos, latinoamericanos e inmigrantes”. 

Pero fuera de la ópera no conocía a nadie. Empezó a salir a los boliches donde se tocaban jam sessions, esas descargas musicales en las que cualquier tema es excusa para explorar los sonidos. Desde el primer momento la trataron con más apertura que en el hierático mundo clásico. “¿Boliviana? ¡Qué fascinante!”, le decían, con el rasgo típico del neoyorquino orgulloso de su tolerancia y su multiculturalidad. “¿Soprano lírica?¿Y querés empezar a componer… qué?” se sorprendían. No importaba, porque luego el escenario la llamaba y si decidían tocar Bésame mucho, la pieza se convertía en una improvisación con toques africanos y personales que expandían la experiencia musical de Gian Carla. Poco a poco, empezó a sentir que el mundo estaba a sus pies. 

Su rebeldía con el mundo de la ópera consistió en recluirse en su pequeñísimo departamento en Brooklyn para buscar sonidos y dejar de ser un maniquí musical lírico. Fueron llegando a su memoria los sonidos de su infancia: los boleros que le cantaba su abuelo, Mercedes Sosa, Pablo Milanés, los ritmos andinos. Entre ellos estaba una canción que solía interpretar en las fiestas: Señora chichera.

A veces la escuchaban con displicencia, pero Gian Carla exploró en sus acordes, en la tonalidad, en la armonía y ahí está el disco Nora la bella, para quienes quieran sorprenderse con esa versión que tiene los olores de La Cancha, el aroma terroso de la papa, los paisajes de la infancia, la fortaleza de su madre, la voluntad de quien nunca pudo ni quiso ser una damita convencional porque si lo hubiera sido, no habría empezado a llevarse el mundo por delante, impulsando sus propios proyectos. 

Ahí, señores, está Nora la bella, el disco que llegó a estar en la planilla de preselección de los Grammy como Disco del Año, Mejor Nuevo Artista, Mejor Video Musical y Mejor Disco Influencia Latin Jazz. 

Salió de su primer hogar, la ópera, que es tan celosa que solía menospreciar a quienes salen a revolcarse con sí mismos y con la gran música del mundo. Solía, pero ahora no puede darse ese lujo, porque ahora  la ópera compite con muchos géneros y no es raro que busquen talentos como los de Gian Carla para refrescarse. Y la han buscado. 

Multitud de una

Entre los afluentes que nutren la catarata musical que es Gian Carla Tisera están los textos griegos y la música tristísima del dominicano Leonardo Paniagua; están Miles Davis y Thelonius Monk tomando sangría con Juan Luis Guerra, ríen Shakespeare y Steinbeck mientras comen empanadas de La Angostura con García Márquez y allá, con una tutuma de chicha, medita Arturo O’Farrill mezclando todo con su Afro Latin Jazz Orchestra. 

Su amigo Guido Arce dice que es una chispa, el guitarrista Piraí Vaca se sorprende con su técnica vocal y con su capacidad de autogestionarse; una amiga la recuerda cantando el Ave María en Cochabamba, mientras el público aplaudía con lágrimas. 

Su más reciente hijo se llama Sounds of Quiroga, una mezcla de bachata, merengue y salsa con ritmos andinos que creó junto al dominicano Arturo Peña. El disco se va a enfrentar a la maquinaria publicitaria de Rubén Blades, de Prince Royce, de Romeo Santos. Está en los premios Grammy americanos y en los Grammy latinos. Los sueños de Gian Carla Tisera siguen ahora una órbita alrededor de su identidad boliviana y latinoamericana. A Gian Carla le concierne el universo.