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Pelea de autoritarios: ¿Llegó el fin?
15 de septiembre de 2024, 4:00 AM
Allá por 1645, el rey Carlos I gobernaba Inglaterra que ya tenía un Parlamento. El monarca, que creía que su fuente de poder era la sangre real, no aceptaba que tenía al frente unos límites llamados parlamentarios, cuya fuente de poder era la soberanía del pueblo. Al ver la negación de su majestad, el denominado ejército parlamentarista lo derrotó en 1645 en la batalla de Naseby. Así comenzó su fin.
En esa batalla, los victoriosos encontraron unas cartas que rebelaban la intención de Carlos I de traer a Inglaterra “Fuerzas Extranjeras para poner un alto a este Parlamento Perpetuo”. El Rey quiso negociar. Tarde. El Parlamento planteó la necesidad de conformar una corte especial para juzgar al monarca.
De ese modo, nació el 20 de enero de 1649 la Suprema Corte de Justicia. El procurador general Johnn Cook acusó al Rey de “alta traición y de otros altos crímenes (…) en el nombre de los comunes de Inglaterra”. Agregó que el Rey había sido “confiado con poder limitado para gobernar con y de acuerdo con las leyes del país y no de otra forma” y que en lugar de ello había “traicionera y maliciosamente hecho la guerra en contra del Parlamento y el pueblo que éste representa”.
La sentencia final calificaba al rey como “tirano, traidor, asesino y enemigo público e implacable de la República de Inglaterra”. Cook le pidió responder a los cargos ante el pueblo, del cual era Rey electo. Carlos I se negó porque estaba seguro de que Inglaterra no era una República, sino un reino hereditario desde hace mil años. Al ver que su majestad no salía de su burbuja, la Suprema Corte lo condenó a muerte.
La mañana del martes 30 de enero de aquel año, Carlos I fue conducido hasta un lugar donde se encontraba emplazado un patíbulo todo cubierto de paño negro y en su centro el tajo y un hacha. Antes del mediodía, el verdugo ejecutó al rey y levantó su cabeza decapitada y, en silencio, la sostuvo en el aire por unos minutos para que todo aquel que tuviera ojos pudiera ver que el tiempo de los reyes y las reinas había tocado su fin (J. Kane. Vida y muerte de la democracia).
Esta historia simboliza que un gobernante por muy rey que sea tiene límites (la ley y la voluntad popular) y debe responder por sus actos. A estas alturas, no con la muerte, sino con la pena establecida en las leyes tras ser escuchado, al igual que Carlos I, en un juicio de responsabilidades ante la Suprema Corte.
En una democracia presidencialista como en el Estado Plurinacional, el Presidente se parece un poco a un rey de la era absolutista. Actúa como si no tuviera límites. No se da cuenta que su poder tiene una fecha de caducidad. En la medida que ésta se acerca, su poder declina. Y si su popularidad también declina, su fin es casi inevitable.
Carlos I perdió la cabeza porque no entendió que la democracia, que gateaba aquella vez en Inglaterra, significaba consenso. Creía que su derecho a ser poderoso era más que el derecho de la gente a reclamar la distribución de poder a través del Parlamento.
Pasa algo similar en este momento en Bolivia. El Presidente Luis Arce cree que es malo el pacto. Como amigo del dictador venezolano Nicolás Maduro, cree que para sostenerse en el gobierno hay que usar el poder ilegítimo para aplastar al diferente. Desconoce que para alcanzar ese objetivo, un gobernante debe tener más fuerza que sus adversarios. Arce no la tiene en este momento.
Como marxista, el Presidente debería saber que en una sociedad dividida en clases sociales la gente tiene intereses también divididos. Si no quería una sociedad dividida, debería acabar con las clases e imponer el socialismo. No lo hizo. Sin embargo, no sólo las clases dividen, sino también el poder, la riqueza, las filosofías de vida, la ideología, la religión y hasta el carácter de las personas determinadas por los genes.
En este instante, Arce tiene varios enemigos, pero hay uno que no lo deja dormir: el jefe de su propio partido. Sus diferencias con esta persona no son de clase ni de ideología, sino de ambición de poder y de disputa del Estado como fuente ilegal de enriquecimiento.
Morales no enfrenta a Arce porque quiere recuperar la institucionalidad democrática o porque tiene un modelo económico de desarrollo diferente o porque su ideología es opuesta al otro. No. Ambos son izquierdistas, son nacionalizadores, partidarios de la economía centralizada y del capitalismo de Estado. Ambos quieren dictadura de partido único. Además tienen los mismos amigos: Maduro, Ortega, Putin, Díaz-Canel, dictadores.
Entonces, ¿qué los diferencia? Nada. Entonces, ¿por qué pelean? Porque ambicionan poder. Y sus seguidores ambicionan riqueza. Ambos bandos han probado que el Estado es una agencia de pegas, un oscuro lugar de negociados, contratos millonarios y sobreprecios; una cloaca de desvío de dinero público a bolsillos de militantes a través de pauta publicitaria y otras formas de corrupción. Ambos quieren el gobierno no para servir al pueblo, sino para servirse de él porque robar al Estado es robar al pueblo.
Dados los anuncios de bloqueos y marchas, esta semana, veremos a evistas y arcistas medir sus fuerzas autoritarias en las carreteras y en las calles. Si Arce hubiera comprendido que la democracia es sinónimo de pactos con los diferentes, en este momento hubiera tenido un gobierno fuerte y efectivo. Tarde. Sus adversarios han olfateado su debilidad y su soledad. Por eso, han anunciado su fin. ¿Será? Veremos.
Sin embargo, ¿cuál será la actitud de los ciudadanos que creemos en la democracia? ¿Mirar de palco el duelo de autoritarios? ¿Respaldar a un bando? ¿Ser como el público que solamente miró cómo el verdugo cortó la cabeza del rey Carlos I aquella mañana de 1649? No es nuestra pelea, pero su disputa afecta el destino de nuestras familias. Estudiemos la evolución del conflicto para decidir qué hacemos.