Los bosques arden, el aire y el agua fluyen contaminados por el humo y los metales de la minería y miles de animales agonizan asfixiados o calcinados, pero la sociedad boliviana y la mayoría de los medios de comunicación siguen dándoles más palestra a asuntos polémicos pero triviales, como las peleas en el seno del MAS o los dimes y diretes de algunos políticos opositores. En esto (en la indiferencia hacia la naturaleza), derechas e izquierdas son casi lo mismo: los precandidatos de derechas, por ejemplo, no han propuesto nada respecto al tema y la izquierda, en casi dos décadas en el poder, no hizo nada por preservar la naturaleza. En marzo, en una entrevista en France 24, Álvaro García Linera dijo que para los países postergados apostar por un futuro más verde “es difícil en lo inmediato (…) Necesitamos las materias primas, por un tiempo corto evidentemente, pero las necesitamos. Y a partir del uso de esas materias primas, hay que crear la base industriosa, tecnológica y cognitiva que nos permita de aquí a quince o veinte años poder hacer una transición eficiente, pero con justicia social. Yo estoy en contra de solamente levantar banderas medioambientales, pero sin justicia social”. Pero de aquí a quince o veinte años puede ser ya muy tarde. Palabras más o menos, es como también piensan los derechosos, que creen que el desarrollo son el despliegue de cemento, alquitrán y fábricas humeantes.

Hay que considerar, sin embargo, que las grandes potencias, como Alemania o Estados Unidos, entre otras, tampoco han hecho gran cosa (como reducir significativamente la emisión de gases de efecto invernadero) para atenuar los estragos que el ser humano inflige a los bosques, la tierra, el agua o el aire, salvo solemnes pronunciamientos en conferencias internacionales, pronunciamientos que no tienen muchos resultados prácticos. La verdad es que el ser humano sigue soñando con un progreso que está asociado al cemento y las industrias gigantescas y rentables, haciendo de la razón instrumental una bomba de tiempo para él mismo o como un hacha en las manos de un loco, y que quienes se sensibilizan por la fauna y la flora, y además hacen algo por preservarlas (como no consumir inmoderadamente o racionar el uso del agua o el papel en la vida cotidiana), son minorías extraordinariamente pequeñas, diminutos lunares nada más, ya que las masas desean una vida materialmente holgada y placentera, la cual supone la generación de montañas de basura o simplemente una total apatía hacia la cuestión ecológica. Las masas ignoran que, así como los deseos son infinitos, los medios y recursos son finitos.

Varios políticos de derechas, como Donald Trump o Jair Bolsonaro, piensan que la crisis medioambiental es solo propaganda “progre” sin base científica y a la que hay que oponer una dura “batalla cultural”. Por otro lado, legiones de izquierdistas de toda laya (nacionalistas, socialistas, indianistas, etcétera), sobre todo del llamado Tercer Mundo, piensan todavía que el problema ecológico es una artimaña que las potencias del Norte utilizan para que los países rezagados no progresen como ellos quisieran y, por ende, sigan subyugados al imperialismo. A todo esto, se añade la prédica de las iglesias cristianas (católica y protestante), que continúa aconsejando a las parejas jóvenes a procrear sin tasa ni medida, bajo el precepto bíblico de dominar el mundo y poblarlo y de que Dios siempre proveerá (“Cada niño nace con su pan bajo el brazo” es una frase popular muy elocuente en este sentido). El 4 de septiembre, por ejemplo, el papa Francisco celebró que en Indonesia haya familias con cuatro o cinco hijos y lamentó que las parejas de otros lugares adopten perros en vez de engendrar niños. O sea, por angas y por mangas la gente se rehúsa a convencerse de que la Tierra, habitada por miles de millones de personas generalmente consumistas, que no piensan a largo plazo y que anhelan altos niveles de vida (comer y vestir bien, viajar por el mundo en avión o talar árboles para construir edificios o criar ganado), algún día tal vez no muy lejano podría terminarse, terminando con nosotros primero.

Bolivia y Brasil, que tienen dilatadas extensiones de selva amazónica (la reserva ecológica más grande del mundo), son los países latinoamericanos que más deforestan y quizá también los más indiferentes ante los incendios forestales y la expansión de la frontera agrícola. En Bolivia, hoy la atención general está puesta en los dudosos resultados del Censo de Población y Vivienda, en la crisis económica y en asuntos frívolos como la pelea interna del MAS o la declaración de la tantawawa como patrimonio cultural.

Pero ahora cabe preguntarse qué hacer en este escenario. Lo problemático es que la conciencia ambiental avanza muy lentamente. Temo que la gran mayoría de la generación joven (siempre hipostasiada como vanguardista o como el “futuro del mundo”) no está asumiendo la conciencia suficiente acerca de las condiciones en que están ciertos ecosistemas —como la selva amazónica o los polos terrestres—, condiciones que podrían significar un futuro de carencias y desbalances climáticos de aquí a unos quince o veinte años… La buena noticia es que todavía estamos a tiempo para hacer algo bueno. ¿O no?