Por qué nos cuesta tanto decir que no (y cómo aprender a hacerlo puede mejorar tu vida)
En BBC Mundo hablamos con la neuropsicóloga Alba Cardalda, quien advierte que la única manera de construir vínculos sanos es con honestidad y respetando los límites propios y de los demás.
¿Alguna vez has aceptado hacer algo por miedo a decir que no?
Si es así, no estás solo. Según diversas investigaciones, a muchas personas les cuesta poner límites.
¿Las razones? Entre otras, el temor a ser excluidos, a crear una imagen negativa de nosotros mismos o la necesidad de ser complacientes con quienes nos rodean.
La neuropsicóloga española Alba Cardalda decidió estudiar el tema a fondo tras darse cuenta de que gran parte de sus pacientes tenían problemas con sus relaciones personales justamente porque no lograban decir ‘basta’.
De su investigación, nació el libro Cómo mandar a la mierda de forma educada (editorial Vergara), en el que profundiza sobre la importancia de poner límites con asertividad.
En BBC Mundo hablamos con Cardalda, quien advierte que la única manera de construir vínculos sanos es con honestidad y respetando los límites propios y de los demás.
¿Por qué nos cuesta tanto decir que no?
Porque no nos educan para decir que no y para poder decirlo de una forma amable o asertiva. Al contrario: nos educan para complacer a los demás sin tener en cuenta nuestras propias emociones.
Normalmente se piensa que somos egoístas o incluso malas personas si es que nos negamos a algo. Se nos enseña a priorizar lo que otros quieren o demandan y no a valorar lo que uno siente o a ser honestos con lo que queremos o no queremos.
En parte, porque siempre estamos buscando la aprobación de quienes nos rodean.
¿Cómo nos afecta el no poder decir que no?
No darle importancia a lo que realmente queremos hacer nos lleva a acumular pequeños malestares que nos pueden afectar mucho en nuestra vida y en nuestra salud emocional.
Porque es algo que ocurre todos los días, aunque no nos demos cuenta. Por ejemplo, cuando un compañero de trabajo te pide un favor -que le cubras o que asumas algunas tareas que no dependen de ti- y no puedes decirle que no.
O con los amigos o familiares cuando nos proponen un plan y realmente a veces no queremos porque estamos cansados y acabamos haciendo algo que no tenemos ganas de hacer.
Cargarse de cosas que no queremos hacer -o que no tenemos tiempo de hacer- nos genera agobio, estrés y ansiedad.
Y, por otro lado, daña nuestro autoestima porque pasar por alto nuestras preferencias son pequeños autosabotajes que nos hacemos a nosotros mismos. Es ausencia de autocuidado y eso tiene un efecto importante.
En tu libro dices que el miedo o la culpa también juegan un rol importante en las personas que no pueden decir que no. ¿Cómo se pueden vencer esos miedos o esas culpas?
Cuando nos han enseñado desde muy pequeñitos que decir que no puede significar que nos rechacen o que tengan de nosotros una opinión negativa, eso nos genera miedo porque es una amenaza en contra de nuestro autoconcepto que está arraigado al autoestima.
Al final, somos seres sociales y, por lo tanto, la influencia de nuestro entorno social es muy fuerte.
Entonces hay que hacer un trabajo progresivo; no podemos pretender vencer el miedo o la culpa de la noche a la mañana.
Primero, tenemos que ser conscientes e identificar por qué no somos capaces de marcar un límite. ¿Por qué no le he dicho que no a esta persona? ¿Me da miedo que se enfade o que crea que soy egoísta o que no soy buen amigo, buen hijo o buena pareja? Sólo respondiéndonos esas preguntas vamos a poder identificar el problema.
Y, a partir de ahí, uno se puede poner pequeños objetivos diarios para ir venciendo esos miedos.
Por ejemplo, practicar el decir que ‘no’ de una manera en la que yo me sienta cómodo haciéndolo. Porque no es lo mismo decir: ‘no quiero’ a dar un argumento un poco más asertivo pero igualmente honesto y respetuoso con lo que deseamos.
En tus investigaciones también hablas de que hay distintos límites, como los físicos y emocionales, y que estos últimos son los más difíciles de marcar. ¿Por qué?
Porque son límites que no se ven. Y, por lo mismo, no es tan claro cuando los traspasan. No es como cerrar la puerta de la habitación, sino mucho más complejo.
Por eso, es importante conocerse a uno mismo. Una de las cosas que yo recomiendo es identificar tus límites negociables y los que no son negociables. Tener eso claro te permite ser más flexible en aquello que no es tan importante para ti.
Pero la única forma de preservar nuestro bienestar es marcando los límites. Porque también definen el tipo de relación que tenemos con los demás y son muy importantes para crear vínculos sanos y rodearse de personas que nos traten bien.
Y creo que con las personas que no nos tratan bien o que no respetan esos límites, hay saber poner distancia.
En otras palabras -y citando el título de tu libro-, “mandar a la mierda de forma educada”…
Exactamente.
Cuando una persona traspasa los límites una y otra vez, es completamente legítimo mandar a la mierda.
Es la única manera que tenemos de preservar nuestra dignidad. Hacerlo, además, da mucha paz mental y es básico para tu salud emocional. Es casi una obligación para con uno mismo.
Y lo que sucede es que esa otra persona inmediatamente te empieza a tratar con respeto.
Pero ¿cómo se manda a la mierda de forma educada?
Yo lo que siempre recomiendo es la claridad ante todo. Si alguien nos está manipulando o nos está haciendo sentir mal, en vez de caer en el juego y buscar excusas, hay ser directos.
Hay personas que te hacen sentir culpable y me parece que eso es de una manipulación espantosa.
Es lo que tú denominas “chantaje emocional”…
Claro. Es difícil darse cuenta de la cantidad de chantajes que se nos pueden llegar a hacer e, incluso, que uno puede hacerle a las personas sin querer.
Hay chantajes emocionales que son muy explícitos, que son muy fáciles de detectar. Pero hay otros que son muy sutiles.
¿Por ejemplo?
Es habitual que cuando uno hace algo por otra persona, inconscientemente espera que la otra persona haga lo mismo. Y, si no lo hace, nos enfadamos.
Y la manera en cómo nos comportamos para que el otro se sienta mal si no hace lo que nosotros queremos tiene un elemento manipulador que es muy sutil. Pero es imprescindible identificarlo para que nuestros vínculos sean sanos y no se basen en esos elementos de manipulación.
¿Cómo puede contribuir el mantener vínculos sanos a nuestro bienestar y felicidad?
Según la conclusión del estudio sobre la felicidad más largo jamás realizado -que fue conducido por el profesor de psiquiatría de la Universidad de Harvard, Robert Waldinger- las personas somos más felices en la medida que tenemos mejores vínculos sociales con nuestro entorno cercano.
Esta conclusión fue muy determinante porque anteriormente se había afirmado que para ser feliz había que hacer mucho deporte o vivir más en contacto con la naturaleza o estar económicamente bien situado o trabajar en lo que te gusta… pero este estudio demostró que lo más importante es mantener vínculos sanos con el resto de las personas.
Y para que esos vínculos sean sanos, una de las premisas es que tiene que haber honestidad. Las personas se tienen que poder expresar con sinceridad y transparencia. Y no ir permitiendo cosas que le molestan o traspasan los límites.
Por lo tanto, tener esas conversaciones incómodas es lo que nos permite construir relaciones sanas, fuertes y duraderas.
En tu libro, dices que no podemos comprender lo que son los límites sin hablar de los derechos asertivos básicos. ¿Cuáles son?
Son aquellos que tenemos todos por el hecho de ser personas y que deben ser respetados.
Por ejemplo, el derecho a tener opinión propia, a decir que no o decir que sí, el derecho a ser tratado con respeto y dignidad, a cambiar de opinión, a ser dueño de tu propio tiempo, de tu cuerpo y de tu vida.
Estos derechos son muy importantes. Hay que tenerlos claros y respetarlos tanto en los demás como en uno mismo.
¿Qué rol juegan las distintas culturas en todo esto? ¿Hay regiones donde a las personas les cueste más decir que no que en otras?
Sí. La cultura juega un papel fundamental.
Si hablamos de asertividad y de poner límites, creo que en América Latina es más complejo porque la sociedad es más complaciente. Mucho más que, por ejemplo, la cultura anglosajona.
Aunque los anglosajones tienden a ser más polites, se asume o se respeta el ‘no’ de una forma políticamente correcta. En América Latina, en cambio, el ‘no’ es algo que es percibido casi como mala educación.
También hay diferencias entre hombres y mujeres. La mujer tiende a ser más complaciente que el hombre.
En esto también juega un papel importante la religión, el pecado original de la cultura judío cristiana está muy relacionada con esto de sentirnos culpables por poner límites o expresar lo que realmente sentimos o necesitamos.
¿Cuánto más difícil es decir que no hoy día en un mundo digitalizado que, de alguna u otra manera, exacerba la necesidad de aprobación que tienen las personas?
Hay una parte de la necesidad de aprobación que es inherente al ser humano por el hecho de ser seres gregarios, seres sociales. Necesitamos de la aprobación del grupo para poder sobrevivir y por eso nos importa tanto.
El problema viene cuando esta aprobación social es excesiva, como creo que ocurre cada vez más fuerte promovida en parte por las redes sociales, que cuantifican tu aprobación social con los likes.
Si la persona necesita de la aprobación externa para sentirse valioso, se genera una dependencia que no es correcta porque perdemos la individualidad y la capacidad de tomar decisiones. Y eso nos vuelve infelices porque tomamos decisiones en base a agradar a los demás.
Esa necesidad de aprobación, ¿cambia con la edad?
Sí. A medida que pasan los años, nos va importando menos lo que dicen los demás. ¿No te gustó? Bueno, no puedo hacer nada.
Valoras más a tu círculo cercano y ya no te quita el sueño si a alguien no le gusta lo que le dijiste.
También tiene que ver con el ser consciente de la importancia del tiempo. Cuando uno se va haciendo mayor, se da cuenta de lo valioso que es el tiempo, de lo rápido que pasa. Entonces sabemos mejor qué priorizar.
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