Jonathan Fortun

Imagina a un equilibrista en la cuerda floja, tambaleándose sobre un precipicio mientras una tormenta arrecia. Así está Bolivia, un país cuya economía pende de un hilo, pero no de un hilo cualquiera: uno hecho de dólares que ya casi no existen. El telón de fondo lo pone un mundo en caos, donde la reelección de Donald Trump y su mano dura prometen un dólar más fuerte que nunca, convirtiendo a nuestro equilibrista en un funámbulo sin red de seguridad.

Desde la época dorada del "milagro boliviano", cuando las arcas rebosaban de reservas y la economía crecía al 5% anual, hasta esta época de vacas flacas, han pasado tantas malas decisiones que el país parece un manual de lo que no se debe hacer en macroeconomía. Ahora, con las elecciones de 2025 a la vuelta de la esquina, Bolivia se enfrenta a una tormenta económica que podría hacer añicos su sistema financiero y, de paso, su estabilidad política.

Es difícil decidir por dónde empezar cuando hay tantas señales de alarma. ¿La inflación? Desatada. ¿Las reservas internacionales? Prácticamente desaparecidas. ¿El déficit fiscal? Creciendo como un monstruo insaciable. ¿El tipo de cambio fijo frente al dólar? Una fantasía sostenida con parches y deseos. Bolivia parece un náufrago aferrado a un madero, rezando para que la corriente no sea demasiado fuerte. Pero el océano no se detiene, y ahora viene un tsunami llamado Trump.

Con Donald Trump en la Casa Blanca, el dólar promete fortalecerse como nunca. Las políticas fiscales expansivas que prepara, más inflacionarias que una máquina de imprimir billetes descontrolada, van a inundar los mercados con deuda estadounidense, haciendo que el dólar sea aún más codiciado. Y aquí está el problema: Bolivia necesita dólares para sobrevivir, pero cada vez tiene menos. Las remesas de los trabajadores bolivianos en el extranjero han caído, la inversión extranjera directa es casi inexistente y los ingresos por exportaciones no alcanzan ni para pagar las facturas de combustible que tanto se empeña en subsidiar el gobierno.

El Banco Central de Bolivia, que debería ser el guardián de la estabilidad económica, parece haber perdido completamente el rumbo. La única forma en que Bolivia está obteniendo divisas extranjeras es a través de la venta de su oro en el extranjero. Sí, el Banco Central ha comenzado a desprenderse de las reservas de oro, sacrificando uno de los últimos activos de respaldo del país para sostener el tipo de cambio fijo y cubrir las necesidades inmediatas de divisas. Esta venta de oro es un acto desesperado, comparable a vender las joyas de la familia para pagar la renta. Es un recurso limitado que, cuando se agote, dejará al país aún más expuesto a las turbulencias del mercado.

A esto se suma la expansión de la emisión monetaria, que está exacerbando la crisis de forma alarmante. Mientras los billetes frescos salen de la imprenta, el poder adquisitivo del boliviano se diluye rápidamente. Es como si los ciudadanos bolivianos estuvieran viendo cómo su dinero desaparece ante sus ojos, consumido por una inflación que actúa como un tigre liberado de su jaula, devorando los ingresos de las familias y socavando aún más la confianza en la economía. En lugar de fortalecer la confianza en la moneda nacional, estas políticas están acelerando un proceso de dolarización informal en el que los bolivianos prefieren cualquier cosa, desde dólares hasta bienes duraderos, antes que guardar sus ahorros en bolivianos.

Y esto nos lleva a otro pilar tambaleante de la economía boliviana: los subsidios al combustible. Durante años, el gobierno ha mantenido congelados los precios del combustible, una política que inicialmente se justificaba como un medio para evitar el descontento social en un país conocido por su volatilidad política. Sin embargo, esta estrategia ha evolucionado hasta convertirse en una carga financiera insostenible. En 2023, los subsidios representaron casi el 10% del PIB, una cifra que suena más a la economía de un país productor de petróleo que a una nación con reservas de gas natural en declive. Bolivia está quemando literalmente su futuro, gastando en mantener precios artificiales en lugar de invertir en infraestructura, educación o diversificación económica.

Mientras tanto, las reservas de gas natural, que alguna vez fueron el orgullo de Bolivia, están disminuyendo drásticamente debido a la falta de inversión y a un marco regulatorio que ahuyenta a los inversionistas extranjeros. Es como intentar llenar un barril sin fondo con un balde roto. La producción de gas, antaño motor económico del país, está en caída libre, y los contratos con países vecinos como Brasil y Argentina ya no generan los ingresos de antaño. Bolivia, en efecto, está viendo cómo su fuente de ingresos más confiable se seca.

El breve y caótico gobierno de Áñez no solo contribuyó a profundizar la crisis económica, sino que también dejó en evidencia la debilidad estructural de la oposición en Bolivia. Incapaz de presentar un frente unido o una visión alternativa convincente, la oposición sigue siendo vista como un grupo fragmentado, más interesado en disputas internas que en construir un proyecto viable para el país. Esta fragmentación ha permitido que el MAS mantenga su hegemonía política, no por mérito propio, sino por la ausencia de alternativas reales. Con este escenario, cualquier transición de poder en 2025 será, en el mejor de los casos, complicada y, en el peor, desastrosa.

El desorden político no es solo un reflejo de la oposición; también alimenta la incapacidad de Bolivia para abordar problemas estructurales clave, como el tipo de cambio fijo frente al dólar. Esta política, que podría haber tenido sentido en un pasado de abundancia, ahora es una reliquia insostenible. Defender la paridad cambiaria sin las reservas necesarias es como intentar contener una inundación con un paraguas roto. Para mantener esta ilusión, el gobierno está agotando los pocos dólares que le quedan, generando un mercado negro de divisas que ya parece más grande que el mercado oficial. Y cuando esos dólares finalmente se terminen, porque se terminarán, lo único que quedará será la devaluación y el caos.

Pero el caos no surge de la nada. Para entender cómo Bolivia llegó a esta situación desesperada, no basta con observar los síntomas; hay que escarbar hasta el núcleo del modelo económico que llevó al país a este punto de quiebre. Luis Arce y Evo Morales son, en esencia, un dúo inseparable en el desastre económico de Bolivia. Intentar trazar una línea divisoria entre la responsabilidad de uno y del otro es como intentar separar el agua del aceite en una sopa que ya está arruinada. Arce no es solo el heredero político de Morales; es el autor intelectual del modelo que ahora está colapsando, un modelo que ambos diseñaron, ejecutaron y defendieron durante años. Como ministro de Economía, Arce fue la mano derecha de Morales, el arquitecto del milagro económico que hoy se ha convertido en una pesadilla.

Sin embargo, no toda la culpa es de los bolivianos. En el gran tablero de ajedrez de la geopolítica, Bolivia es un peón olvidado. Su relación con Estados Unidos es prácticamente inexistente, y los intentos de acercarse a otros socios como China o Rusia han sido poco más que gestos simbólicos. En un mundo donde el capital fluye hacia donde hay confianza y oportunidades, Bolivia parece más un caso perdido que un destino atractivo. Los inversionistas internacionales han evitado al país como si tuviera peste, y no es difícil entender por qué.

Pero aquí es donde Bolivia debe trazar su propio camino. Aunque algunos pueden ver en líderes disruptivos como Javier Milei un modelo a seguir, la realidad es que Bolivia no es Argentina, ni debería intentar serlo. Las dinámicas sociales, económicas y culturales de Bolivia son profundamente distintas, y cualquier intento de importar soluciones externas sin considerar estas particularidades sería, en el mejor de los casos, ineficaz y, en el peor, desastroso. El país necesita un enfoque propio, diseñado para abordar sus problemas únicos, desde su frágil estructura económica hasta las profundas divisiones regionales y sociales que han marcado su historia. Un modelo adaptado, que tome lo mejor de las experiencias internacionales sin copiar recetas al pie de la letra, podría ser la clave para salir del estancamiento.

Bolivia no necesita un imitador extranjero; necesita un líder que comprenda profundamente su realidad y tenga la habilidad de sanar las heridas que se han abierto en las últimas décadas. La polarización entre el altiplano y los llanos, entre La Paz y Santa Cruz, entre las áreas rurales y urbanas, es más que una división geográfica: es un síntoma de un país que nunca ha logrado consolidar una visión nacional común. Este regionalismo exacerbado ha sido explotado políticamente por generaciones de líderes, tanto del MAS como de la oposición, perpetuando un ciclo de desconfianza mutua y fragmentación que solo ha debilitado al país. Superar este desafío requiere un liderazgo que no solo sea técnicamente competente, sino también emocionalmente inteligente, capaz de generar confianza y tender puentes entre las partes.

Bolivia necesita un estadista que entienda no solo la economía, sino también la psicología de su pueblo. Más allá de los números y las políticas, el país requiere a alguien que pueda conectar con las aspiraciones de la gente, que pueda inspirar una visión de futuro compartida. Un líder que reconozca que reconstruir Bolivia no es solo una cuestión de medidas macroeconómicas, sino también de restaurar el tejido social, de cerrar las brechas de desigualdad y de garantizar que cada región, cada comunidad y cada persona sienta que tiene un lugar en el futuro del país. Este líder deberá enfrentar una tarea monumental: reestructurar un Estado ineficiente, diversificar una economía dependiente de recursos naturales y reformar instituciones debilitadas por años de corrupción y mal gobierno. No será fácil, y ciertamente no será rápido. Pero si algo ha demostrado Bolivia es su capacidad de resistencia frente a las adversidades.

Ahora es el momento de demostrar esa capacidad para reinventarse. Este es un momento decisivo, uno que determinará no solo el rumbo económico del país, sino también su identidad y unidad como nación. Si Bolivia puede encontrar el coraje para enfrentar sus problemas de frente, para tomar las decisiones difíciles que el momento exige y para construir un liderazgo inclusivo y visionario, podrá no solo superar esta crisis, sino también sentar las bases para un futuro más estable y próspero. Pero para lograrlo, Bolivia debe abandonar la política de parches y comprometerse con un cambio profundo. Porque si no lo hace ahora, el costo de la inacción será incalculablemente mayor en los años por venir.