Esteban Guillen E.

A las 00hr10 —hora nacional— del 29 de julio fue emitido por el CNE de Venezuela el primer boletín posjornada electoral, señalando los resultados preliminares de las elecciones generales de aquel país. La laudable labor que realizaron medios independientes hizo posible una cobertura fidedigna de los eventos; admirable lo que hicieron medios como Caracol y VPITV, que en medio de la censura fueron bastiones de la libertad de expresión. Dicho esto, es necesario reflexionar sobre lo ocurrido.
Empezaremos recordando las elecciones —fraudulentas— que se llevaron a cabo el año 2013. Estas se celebraron a causa del fallecimiento de quien en vida se llamó Hugo Chávez Frías, presidente por más de una década en Venezuela. En aquellos años, la mayoría de los sondeos, casi todos sin respaldo, daban por ganador al vicepresidente de Chávez, Nicolás Maduro frente al líder opositor Henrique Capriles. Las encuestas acertaron, pues ese año sería el primer mandato de Maduro y continuaría la seguidilla de la izquierda chavista. Sin embargo, las elecciones fueron desconocidas por varias organizaciones internas, y actores internacionales rechazaron los resultados. A partir de entonces comenzaría una relación entre el fraude y el oficialismo bolivariano.
Las elecciones del 2018 no fueron tan memorables. Con varias auditorías encima y rechazos por parte de organismos internacionales como las Naciones Unidas, la Unión Europea, la Organización de los Estados Americanos e instituciones allegadas a la Iglesia católica. Maduro volvería a ser presidente por segunda vez frente a una hostigada y perseguida oposición. Nuevamente, las irregularidades eran más que obvias, los números no cuadraban y la ciudadanía quedaba cada vez más desencantada. A estas alturas, se contabilizó a más de tres millones de habitantes que partieron en romería a lo que se denominó como el éxodo venezolano.
Este año se volvió a encender la vela de la esperanza para los detractores del chavismo. Amparadas por el Acuerdo de Barbados —violado en repetidas ocasiones por el régimen— se llevaría a cabo el tercer intento de Maduro de gobernar por otros seis años más a un país debilitado, empobrecido e hiperinflacionado por las malas gestiones del propio Super Bigote (nombre del superhéroe menos favorito de los niños venezolanos). Durante la época preelectoral hubo un poco de todo: cambios de los rectores del CNE a meses de las elecciones, detenidos en Maracaibo, acusaciones terroristas a Vente Venezuela, migrantes volviendo en lancha por el río Zulia para ejercer su voto, etc. El día de las elecciones, muchos votantes asistieron desde temprano a los puntos de voto; en la mañana todo parecía tranquilo.
Pero por la noche salen los fantasmas. Comienza lo verdaderamente paranormal y siniestro. El cómputo se detiene de repente; nadie da ninguna explicación coherente. Las redes sociales transmiten imágenes y videos donde se logran ver grupos de motociclistas que toman las calles. Es difícil saber si respondían al Polo Patriótico o a Plataforma Unitaria. Cuando el río suena es porque piedras trae; por algo es que muchos usuarios denunciaron que la página del CNE que contabilizaba los votos dejó de transmitir (lo confirmo, yo mismo intenté ingresar). Los resultados que no debían tardar tanto salieron con tres horas de retraso y fue en ese momento que el fuego esperanzador empezó a disiparse con las sombras nocturnas. Maduro es reelegido por tercera vez consecutiva.
Se llama déjà vu a aquella sensación de haber experimentado con anterioridad una situación que en realidad es nueva. El eterno retorno es un concepto, una idea que plantea la repetición de eventos infinitos; este fue estudiado y conceptualizado con enfoques multidisciplinarios, incluyendo a la literatura, la filosofía, la psicología, entre otros. Sufro de múltiples déjà vus con la jornada en Venezuela: viví el cómputo que falla, la vigilancia de los centros de conteo, los choques entre disidentes, las acusaciones de fraude y los triunfos apresurados… Son elementos desgraciadamente familiares. Me preocupa más el eterno retorno, que —según qué autor se lea— puede romperse, repetir hasta la perfección o, en otros casos más pesimistas, ser un absurdo, como Sísifo con el castigo de los dioses.
Estas elecciones van más allá de deidades y las paramnésias. Se trata de prácticas antidemocráticas. La no separación de poderes y la manipulación de una de las herramientas esenciales para asegurar un régimen democrático: el voto popular, dañan las estructuras mismas de un país. La falta de institucionalidad y los fraudes electorales alejan a la población de la arena política y dejan carta libre a los mandatarios, sean legítimos o no, a gobernar como les de placer. Asegurar la división de poderes y su independencia es especial para dejar de experimentar los déjà vu y romper los ciclos absurdos. Ese es el caso de Venezuela. Ya no se trata de izquierdas o derechas, sino de democracia contra dictadura (o régimen no democrático para sonar light). Quien apoya a Maduro y la catástrofe en Venezuela, quien comparte sus convicciones, no puede llamarse a sí mismo defensor de la democracia.