Un balazo artero hirió a Donald Trump y provocó la muerte de un bombero inocente. Así, el proceso electoral estadounidense se tiñó de sangre e incertidumbre y, según varios especialistas, ese disparo podría significar el espaldarazo final que el candidato republicano precisa para enrumbar su retorno a la Casa Blanca.
 Ese episodio pone en evidencia algunas falencias del sistema político norteamericano. Los dirigentes se ufanan de la estabilidad y fortaleza institucional, pero las grietas son cada vez mayores. Es preciso recordar que hace cuatro años el mismo Donald Trump desconoció los resultados de las elecciones, agitó las banderas de fraude y abrió las puertas para una inédita y vergonzosa toma del Capitolio, una trama que dejó en ridículo las épicas películas sobre los héroes y villanos que rondan en pasillos y despachos de Washington DC.
Tampoco se puede olvidar que en 2016 la desinformación y la manipulación de las redes sociales incidieron de forma significativa en la decisión del electorado. Hillary Clinton fue objeto de ataques dirigidos desde las granjas de trolls rusas que viralizaron falsedades y discursos de odio, estrategia que indirectamente benefició a Trump. A lo que se debe añadir que en Estados Unidos el pueblo vota, pero no elige. En 2016 Clinton obtuvo más votos, pero a Trump le fue mejor en la conquista de colegios electorales que finalmente inclinaron la balanza a su favor. Es lo que se llama democracia indirecta.
El sistema electoral obliga a las elecciones primarias abiertas, cerradas o semicerradas, dependiendo de las normas internas de cada Estado. También los debates son obligatorios porque en algún tiempo fueron claves para que el electorado identifique las virtudes o debilidades de cada postulante y así tome una decisión informada: Pero en los últimos tiempos insultos y descalificaciones personales restaron brillo y credibilidad a la tan necesaria confrontación de ideas.
En el proceso actual, llaman la atención las características personales de cada candidato. Joe Biden, el presidente que busca su reelección, lleva a cuestas sus 81 años de existencia. Su desempeño en el último debate presidencial y una desafortunada confusión de nombres en la reciente cumbre de la OTAN dejaron grandes dudas sobre la verdadera capacidad del candidato. De hecho, altos dirigentes demócratas y personajes públicos le pidieron públicamente que dé un paso al costado; pero en Estados Unidos a veces es más fácil estrellar el barco que cambiar el rumbo.
Por su parte, Donald Trump, fiel a su estilo, irreverente, poco amigo de las normas y hábil para esquivar la larga lista de cargos penales y fiscales que pesan en su contra, busca volver al poder para imponer su visión de la sociedad, la economía y el Estado. Ha retomado sus viejas recetas: información falsa y engañosa; mensajes polarizantes, apelación a las emociones y un discurso que afecta directamente a las minorías étnicas. Tiene 78 años de vida en los que amasó gran fortuna y disfrutó de las mieles del poder económico y político.
Sea quien sea el ganador de la contienda electoral, en enero de 2025 asumirá el mando de Estados Unidos el mandatario más senil de la historia, lo que abre grandes interrogantes sobre la democracia interna de demócratas y republicanos.
¿Cuán auténtica y profunda es una democracia incapaz de renovar los liderazgos? La interrogante queda abierta, por lo pronto, valga anotar que en Estados Unidos no todo lo que brilla es oro.