En las elecciones modernas, los electores toman sus decisiones en clave emocional, acaban pensando lo que sienten y no su posición ideológica, mucho menos un plan de gobierno. A diferencia del pasado, reciben cientos de estímulos diarios, que provienen fundamentalmente del mundo digital, que cimientan ladrillo a ladrillo las percepciones dominantes de una sociedad y que marcan el rumbo de la nueva política.
 
Si un proyecto político es incapaz de interpretar las emociones, es probable que se apunte en el bando los perdedores. Estas son reacciones a estímulos; por tanto, es primordial conocer, de que se nutren las mismas, que hay detrás de la ira, de la rabia, de la esperanza, del miedo o de la confianza. Por ejemplo, la ira se nutre de la impotencia del sistema político. Si una campaña tiene la capacidad de convertir una elección en un referéndum emocional, es muy probable que gane.
 
En Latinoamérica se escriben historias singulares, con emociones diferentes. Por ejemplo, en Argentina, en la última elección, gano la ira y el resentimiento contra el sistema político y sus resultados, versus el miedo de un cambio radical que suprima conquistas sociales.
 
La sociedad boliviana vivió los últimos meses, estímulos desalentadores. Imágenes virales de personas haciendo largas filas para comprar gasolina o dólares, productos de la canasta familiar que se disparan o simplemente desaparecen o altas autoridades de gobierno que saltan del barco en medio de este vendaval, son capítulos de una novela que cada día parece agravarse.
 
La sensación de que algo se rompió, que estamos ingresando en un callejón oscuro, que nadie sabe qué puede ocurrirle a tu familia en esta siniestra etapa, son estímulos que comienzan a generar sensaciones de incertidumbre escabrosas y que se posicionan como las emociones predominantes. Las crisis son situaciones en las que los cerebros de los seres humanos, perciben perdidas constantes.
 
Luis Arce ganó, en parte, porque prometió estabilidad y certezas, paradójicamente todo lo que dejó de funcionar. La crudeza de la realidad, del día a día, mata su relato. Él, no solo como presidente, sino como exministro y padre del modelo económico, no puede finalmente reconocer que su religión no te lleva al paraíso. Su disputa con Evo, lo atrapó en la política y lo distrajo de lo más importante, su vínculo con sus gobernados. En el momento más crítico, lo volvió indolente e indiferente. Esa es la gran victoria de Evo, haberlo desconectado de las expectativas del ciudadano común.
 
La fragilidad y división del masismo, alienta a decenas de personajes a anunciar su candidatura presidencial. Todos se sumergieron en la agenda del círculo rojo, en grandilocuentes reuniones entre viejos políticos, discutiendo supuestos golpes o candidaturas lanzadas en el extranjero, cuando el tomate para la ama de casa en plan 3 mil está por las nubes o la escasez del dólar para el comerciante en la Huyustus, son los temas que le quitan el sueño a la gente. Nadie le habla a los asustados, nadie es capaz de dirigir la rebelión de los comunes.
 
El 26 de junio, día del supuesto golpe, nadie salió a defender al gobierno agredido, todos fueron a las gasolineras y al mercado. Eso es miedo, no es indignación. Ningún candidato supera el 15% de las preferencias electorales, estamos frente a la elección más abierta de las últimas dos décadas. Construir una alternativa competitiva de cambio en Bolivia, requiere un proceso científico y riguroso, que brinde indicios de quién es la persona que más se acerca a las expectativas del electorado, pero, sobre todo, quien aporta certezas y atenúa el miedo creciente. No basta publicar tuits académicos, o hablar de la masa monetaria y el encaje legal; el elector no quiere profesores, quiere líderes humanos, auténticos y por sobre todo empáticos, que escuchen sus temores y los guíen al futuro. Empatía que genere confianza y esperanza, que venza a la incertidumbre y al miedo, por ahí está la silla del bicentenario.