Xavier Aragay y Lluis Tarín

En un día cualquiera, después de la escuela, Julia, de 12 años, se dirige directamente a su habitación. Como muchas niñas y niños de su edad, su primer instinto es encender su ordenador. Mientras sus dedos se desplazan rápidamente por el teclado, sus ojos están fijados en el último juego de moda.

Pero, ¿qué pasa realmente en su cerebro en estos momentos de brillante interacción digital?

Esta escena, tan familiar en hogares en todo el mundo, nos plantea una cuestión fundamental: ¿cómo están afectando las pantallas la salud mental, el aprendizaje y el desarrollo social de nuestros hijos?

La tecnología y el uso de pantallas se ha convertido en parte inherente de la vida de nuestros escolares y jóvenes. Tabletas, móviles, ordenadores, televisión, videojuegos… las pantallas forman parte de su día a día, tanto para el aprendizaje como para el entretenimiento.

De hecho, muy a menudo nuestros hijos están más conectados con una pantalla que con el entorno que los rodea.

Éste es el panorama actual en muchas casas, donde las pantallas han acontecido una extensión de nuestros chicos y chicas, pero a qué precio.

Es importante que familias y docentes acompañemos a nuestros niños y jóvenes para que hagan un uso responsable de estas potentes herramientas. Tenemos que aprovechar las ventajas que aportan, pero también gestionar los riesgos potenciales para su salud física y emocional.

Del mismo modo que una dieta alimentaria tiene que ser variada y equilibrada para mantener la salud física, los escolares necesitan aprender a equilibrar su “dieta digital” para preservar el bienestar.

Con acompañamiento, y ciertos referentes positivos, podemos orientarlos para que integren un uso responsable de la tecnología que enriquezca sus vidas. Esto implica moderar el tiempo ante las pantallas y alternarlo con otras actividades, para evitar caer en un uso compulsivo o adictivo.

Es importante que aprendan a reconocer cuando ya han pasado demasiado rato enganchados a la pantalla y empiecen a experimentar efectos negativos, como insomnio, ansiedad, dolor muscular, aislamiento social, etc. Hace falta que tomen conciencia de estas señales de alerta.

También se tiene que conseguir que integren tiempo de desconexión digital en su rutina diaria, por ejemplo, durante las comidas, antes de ir a la cama, mientras hacen los deberes o cuando quedan con amigos. Priorizar las interacciones sociales reales.

Los chicos y chicas pueden beneficiarse mucho al establecer objetivos semanales de tiempos de uso de pantallas, e ir registrando y monitorizando sus pautas. Esto los permitirá autogestionarse y autocorregirse.

Finalmente, habrá que fomentar que desarrollen otras aficiones e intereses más allá de las pantallas, encontrar actividades alternativas alentadoras de ocio saludable. Que mantengan su “dieta digital” sana y equilibrada.

Con intervención y coordinación de toda la comunidad educativa, la escuela puede enseñar pautas digitales saludables.

Es evidente que las pantallas son mucho más que meras ventanas hacia mundos virtuales; son portales que reflejan y modelan las realidades de nuestros niños y adolescentes.

Hemos navegado por las aguas turbulentas de los efectos negativos, pero también hemos descubierto islas de oportunidades donde la tecnología puede enriquecer el aprendizaje y el crecimiento personal.

El verdadero reto, por lo tanto, no es rechazar la tecnología, sino aprender a integrarla con sabiduría y equilibrio en las vidas de nuestros chicos y chicas.

En definitiva, las pantallas pueden ser tanto un perjuicio como un beneficio en la historia del desarrollo de nuestros hijos. Depende de nosotros, los adultos en sus vidas, escribir los próximos capítulos de este relato. Porque al final, no son las pantallas las que forman el futuro de nuestros hijos, sino la manera en que los enseñamos a utilizarlas.