Jorge Richter Ramírez |Politólogo

Domingo 27 de octubre. El país se sobresalta con un hecho que ocurrió a las 06.25 am. En el centro de la escena el expresidente Morales, dos camionetas que se desplazan a alta velocidad y vehículos de la Policía Nacional que van tras ellos. Disparos, 14 balas en una movilidad y 4 en la otra. Ambas pertenecientes a la seguridad del exmandatario. Después, las interpretaciones de interés, una para cada lado. Narrativas varias con palabras contradictorias, exageración de los hechos, dramatismo y bastante puesta en escena de un histrionismo que avergüenza a la política y envilece a los políticos. Crisis absoluta de lo político, lo popular y su estructura partidaria.

En términos históricos nos hemos resituado en noviembre de 2019, esto es el regreso del “Noviembrismo”, una forma de hacer política donde quienes tienen flaquezas ideológicas y democráticas se encierran en la fijación de pulverizar cualquier orden que soporta el equilibrio social y avanzan en el exterminio del enemigo político. (Enfatizo en eso de enemigo político porque ya dejaron de ser adversarios circunstanciales). El retorno del Noviembrismo es nuevamente observar un país desconfigurado. Desconfigurado significa que los factores cardinales que determinan el orden, la estabilidad y la convivencia social en el Estado se han desordenado profundamente hasta permanecer en una situación de descontrol. Otra vez los elementos raciales, identitarios, culturales, dialógicos, institucionales, sociales y esencialmente constitucionales se han desconectado de la normalidad Estado-sociedad-Gobierno. La desconfiguración estatal es una secuela lógica de algo, en el caso de Bolivia, es el corolario de la subalternización al poder político de las instituciones, las leyes, las estructuras estatales y sus poderes constituidos para desplazar y atender ansiedades políticas. Es un uso del poder que avasalla y no construye. La desconfiguración estatal/institucional/sociedad está personificada por la presencia de una rabiosa polaridad social y política, base inmediata de una previsible escalada de ocio y violencia.

En este 2024 de formas semejantes al año 2019, de nuevo circulan sin freno los discursos del odio. Reaparecen aquellas palabras que apelan a la destrucción del otro, preparadas meticulosamente desde esa red de ideología retorcida que se cimienta en el mal uso de las tecnologías de comunicación. Todo esto es la vuelta de la violencia política que hemos presenciado, sin aferrarnos a ninguna narrativa interesada, el pasado 27 de octubre, y que se explica, por un proceso político, ideológico, mediático esmeradamente implementado. Los días recientes han permitido volver a observar la fotografía real de quienes en verdad son los políticos del odio, con declaraciones enfadadas que piden “soluciones” -en realidad soluciones a sus problemas político/electorales- militarizadas, que exacerban a la sociedad en todo el arco de izquierda a derecha, que enrabietan la opinión ciudadana y de los “influencers” políticos, que atizan, en definitiva, la violencia política, no con destino a un solo actor político, sino con una orientación política que está expresada en la plurinacionalidad.

El nuevo paroxismo político del anterior domingo será señalado por unos como un intento de asesinato, los otros hablarán de autoatentado, y algunos también de un operativo de detención fallido, pero en el transcurrir de las horas, las versiones/narrativas, serán tan febriles como cambiantes. La investigación prometida no tendrá conclusión garantizada ni creíble, pues se desconoce cuando empezó y a cargo de quién está. En el beligerante cruce de narrativas, la irracionalidad y las no verdades buscarán imponer la victimización y el convencimiento popular, para así validar las acciones siguientes.

El autoritarismo político y la intolerancia son hoy, propias de todos los “presidenciables”. Su lenguaje no ha pronunciado, ni una sola vez, la palabra diálogo y paz. La herramienta de la conversación y la concertación está bloqueada en sus formas de acción política. Se busca judicializar la palabra y se quiere desestabilizar el país para evadir la justicia. En esta desconfiguración política, quienes debieran hablar de paz, diálogo y soluciones han encontrado la oportunidad y el mejor tiempo para la venganza reflexiva. Venganza reflexiva quiere decir, concluir lo que en 2019 quedó como irresuelto: que lo popular y social finalmente pueda estar marginado de la cuestión electoral de 2025 y 2026.

Han vuelto a emplazar en el espectro político los “ellos” y los “nosotros”, pero esta vez bajo un formato de mayor extremismo y radicalidad, ahora es el antidemocrático “ellos o nosotros” y, sin embargo, sus declaraciones van acompañadas de una resina de fingida racionalidad y sentido común que expliquen las exclusiones que se buscan. Palabras que parecerían justificar frases y decires ante una amenaza “como ellos son violentos no nos queda otra alternativa que no sea la violencia”, “como hacen demandas infinitas de imposible cumplimiento no nos queda más que excluirlos”.

El retorno del año 2019 en sus lógicas polarizadoras sienta su presencia con el único objetivo de corregir la descortesía que fue la construcción del Estado Plurinacional. El sociólogo argentino Ezequiel Ipar refiere con buen juicio lo que ocurre en nuestras democracias, “la distancia entre lo que devuelve el espejo en el que los ciudadanos se reconocen y las prácticas sociales en las que efectivamente desarrollan su vida social es algo que afecta y fisura desde dentro a todas las posiciones ideológicas”.

En medio de tanta exhibición personalista, desmesurada y agresiva, pareciera que la Revolución Diletante se va apagando consumida en sus propios vicios. Corregir el destino es nuestra urgencia y la Bolivia que queremos es el destino cambiado.