El incontenible llanto del alcalde de San Rafael durante los actos protocolares del 24 de septiembre se convirtió en noticia. No era para menos. Esas lágrimas reflejan el dolor y la impotencia que sienten bomberos voluntarios o asalariados, especialistas que llegaron de diferentes partes del mundo, médicos que asisten a valientes mujeres y hombres que pueden tener quemaduras en el cuerpo, pero que persisten en su afán de frenar el avance del fuego. También evocan la resignación de comunidades indígenas que están siendo evacuadas porque más pronto que tarde sus casas y pertenencias se convertirán en residuos tóxicos y calientes.

Pensamos que habíamos aprendido la lección después del desastre de 2019, pero no era cierto. Pese a numerosos reclamos y advertencias, las denominadas leyes incendiarias se mantienen vigentes y con ello una perversa telaraña de intereses mezquinos que están convirtiendo los pulmones de Bolivia en gigantescas extensiones de troncos convertidos en ceniza, cementerios de miles de especies calcinadas, inhóspito lugar en el que reinan la contaminación y la muerte. El daño es inconmensurable e irreversible.

“Estamos, a mi entender, ante un fenómeno que ya trasciende todos los escenarios habituales. Estamos ante incendios que, evidentemente, no podemos hacer frente con los medios que tengamos, sea aquí o sea en cualquier otra parte del mundo” declaró a la Red Unitel José Luis Martín, miembro del equipo FAST, de bomberos españoles. Es la descripción más clara de la tragedia provocada por la propia mano del hombre.

Recientemente, el gobernador de Santa Cruz, Mario Aguilera, pidió al Gobierno que declare desastre nacional. Y la respuesta oficial fue la de siempre. Según el ministro de Defensa, Edmundo Novillo, la declaratoria de desastre no garantiza mayor ayuda internacional. Por otro lado, el viceministro de Defensa Civil, se dedicó, papelitos en mano y a cientos de kilómetros del lugar de los hechos, a rechazar las denuncias y pedidos de ayuda de alcaldes y caciques que están literalmente, con el fuego en la puerta de sus casas. ¿Se habrá visto mayor indolencia?

La declaratoria de desastre nacional está prevista en la Ley N° 602 de Gestión de Riesgos. La norma establece que la medida depende de la decisión del presidente del Estado y se aplica cuando ha sido superada la capacidad de respuesta de todas las instituciones estatales, locales y/o nacionales. ¿Acaso existe alguna instancia con recursos técnicos y humanos suficientes para enfrentar el desastre? Definitivamente, no.

Por el contrario, la declaratoria podría movilizar recursos nacionales y, en algunos casos, activar la cooperación internacional, para que el país reciba apoyo técnico, logístico y financiero para atender la emergencia y sus consecuencias. Adicionalmente, el país puede acceder a financiamiento y donaciones para la reconstrucción de áreas afectadas y apoyo a las familias desplazadas y se pueden habilitar fondos internacionales de emergencia para restaurar áreas forestales devastadas. Y entonces ¿por qué el Gobierno ha entrado en un círculo de negacionismo?

En ese contexto, ciertamente es lamentable la actitud del presidente Luis Arce Catacora. En las últimas semanas ha dirigido mensajes a la nación solo para mantener viva la repugnante pelea con Evo Morales por la candidatura masista para las próximas elecciones; la canciller Celinda Sosa habló de la pugna entre arcistas y evistas en la Asamblea General de Naciones Unidas; invocó el cuidado de la Madre Tierra, pero fue incapaz de ser sincera y tener humildad para pedir ayuda.

Una declaratoria de desastre es una necesidad imperiosa, no es una carta para negociar ni para obtener réditos políticos. No se puede condicionar a la aprobación de créditos o a otras ventajas políticas. Es una responsabilidad histórica del presidente y sus ministros, siempre y cuando entiendan que gobiernan un país rico y diverso, más grande que todas la miserias humanas que los tienen ciegos alejados de la realidad.