El Tribunal Supremo Electoral (TSE) ha anunciado que el 17 de agosto de 2025 la ciudadanía boliviana concurrirá a las urnas para elegir a nuevas autoridades: presidente, vicepresidente, senadores y diputados, cuyo mandato constitucional iniciará indefectiblemente el 8 de noviembre. Así se inicia un nuevo proceso que culminará en 2026 con la elección de nuevos gobernadores, alcaldes, asambleístas departamentales y concejales municipales.

El TSE deberá sortear muchos obstáculos. El primero es la redistribución de escaños parlamentarios en función de los resultados del Censo de Población y Vivienda lo que implicará, al margen de los cálculos matemáticos, una necesaria capacidad de diálogo y concertación. Además, es preciso recordar que más allá del mandato constitucional está vigente la Ley 1492 ley de Aplicación de los Resultados del Censo de Población y Vivienda que se logró después del histórico paro cívico de 36 días, en 2022.

Y en este punto surge una gran interrogante: ¿será que el Órgano Electoral, un poder autónomo y de igual jerarquía y nivel que los otros órganos del Estado, hace coro con el Ejecutivo para pretender modificar la Constitución mediante un referéndum convocado vía decreto supremo?

De esa primera decisión dependerán muchas otras cosas. Queda claro que los vocales del TSE deben actuar con estricto apego a la Constitución y que cualquier paso en falso afectará la credibilidad de la máxima instancia electoral del país. Y por la experiencia de 2019 o lo que se vive actualmente en Venezuela, una elección con un árbitro es poco creíble, tarde o temprano terminará en fracaso.

Un segundo desafío es la credibilidad en el Padrón Electoral. Es necesaria una actualización transparente y efectiva, lo que implica depuración de las personas fallecidas, una amplia campaña para el registro de nuevos votantes y la habilitación o inhabilitación oportuna de personas que, por no haber votado en una elección anterior o por no haber acudido a la convocatoria de jurados electorales, por ejemplo, quedaron observadas en el registro de votantes. Y nunca más pueden ocurrir errores groseros como la inclusión de habilitados y depurados en la misma lista índice.

En tercer lugar, está la difusión de resultados preliminares en el día de la votación. En 2019, una manipulación burda y oscura provocó la caída de Evo Morales. En 2020, pese a tener las herramientas tecnológicas necesarias, el TSE suspendió la transmisión de resultados por inaceptables problemas logísticos. Pues bien, 2025 deberá marcar un punto de inflexión en esa materia. Y que quede claro que serán datos preliminares y no cómputos oficiales, pero aun así el TSE debe generar certezas y disminuir todo margen de incertidumbre.

En cuarto lugar, está una posible segunda vuelta electoral. Así como se presenta el actual panorama político, es altamente probable que las dos candidaturas más votadas lleguen a un inédito ballotage.

Los desafíos también se extienden a las organizaciones políticas. En el MAS persiste la pugna por la sigla y la candidatura, una disputa que ha llegado incluso a paralizar el trabajo de la Asamblea Legislativa. En la oposición han comenzado a aparecer numerosas candidaturas, cuándo no, y con ello se abrió el mercado de siglas, las repartijas de poder y el tráfico de favores para financiar candidaturas.

La experiencia enseña que las elecciones en tiempo de crisis económicas generan polarización extrema, desinformación y discursos de odio. Ésa es también una grave amenaza.

En 2020 se dijo que Bolivia pudo superar una de sus pruebas más difíciles: elecciones en tiempo de pandemia y después del vergonzoso episodio de 2019; pero como vienen las cosas, en 2025, el reto para la democracia boliviana también será muy difícil y riesgoso.