Los incendios forestales, que llevan ya más de tres meses arrasando el territorio nacional, han alcanzado una magnitud desoladora, con millones de hectáreas consumidas. Lo que comenzó como un problema que causó un daño devastador a la flora y fauna, ahora también afecta a comunidades cercanas y a las ciudades. La situación ha desnudado la vulnerabilidad del país ante el fuego y la ineficiencia de los mecanismos de respuesta, a pesar de las declaratorias de emergencia

Un ejemplo estremecedor es el de la comunidad Nueva Generación, cercana a Riberalta, donde 22 viviendas fueron consumidas por las llamas. Las imágenes de los pobladores, viendo impotentes cómo sus hogares de motacú se convertían en cenizas, revelan el drama humano que estos incendios conllevan. No se trata solo de la pérdida de viviendas, sino también de la destrucción de modos de vida y del tejido social de comunidades enteras que dependen de la tierra y el bosque para subsistir.

El Gobierno ha prometido reconstruir las viviendas, tanto en Riberalta como en otras regiones afectadas de Santa Cruz, pero la magnitud del desastre supera cualquier promesa. Según el COED, cerca de 4.000 familias han sido afectadas solo en Santa Cruz, y la ayuda humanitaria, aunque bienvenida, es insuficiente. Las familias que lo han perdido todo necesitan mucho más que alimentos no perecederos; requieren apoyo integral para reconstruir sus vidas en campos de cultivo devastados.

En medio de todo esto, las comunidades indígenas, que dependen directamente del bosque para su subsistencia, están viendo cómo su modo de vida se desvanece. Los recolectores de asaí, por ejemplo, ven cómo el fuego arrasa sus recursos y, con ellos, su futuro.

También es alarmante el impacto en la salud pública. Cerca de 22.000 personas han recibido tratamiento por afecciones relacionadas con el humo, siendo la conjuntivitis una de las más comunes.

El combate al fuego se ha visto entorpecido por la falta de transporte, combustible y equipos adecuados. Las comunidades han hecho esfuerzos heroicos por apagar las llamas, pero están luchando contra un enemigo que supera sus capacidades. Incluso los escolares han tenido que dejar sus clases para unirse a las brigadas de combate, lo que refleja la desesperación y la urgencia de la situación.

El impacto económico también ha comenzado a sentirse en las ciudades. Miles de aves han muerto por inhalar humo, lo que ha provocado una escasez de carne de pollo y un aumento de precios. El ganado bovino sufre estrés debido al humo, lo que hace disminuir su peso corporal y, consecuentemente, la oferta de carne de res. Lo que antes era un problema ambiental ahora se ha convertido en una crisis económica y social que golpea a todos los niveles.

A pesar de la declaratoria de desastre nacional, muchos de los municipios afectados no han visto una mejora significativa en la ayuda. Voluntarios y alcaldes lamentan que esta medida ha sido, hasta ahora, “solo un papel”. Los incendios continúan, y la ayuda prometida llega a cuentagotas. Peor aún, hay indicios de que algunos incendios siguen siendo provocados de manera deliberada, una conducta criminal que debe ser enfrentada con todo el peso de la ley.

Estamos ante un crimen contra la naturaleza que se repite año tras año, y nuestra respuesta ha sido insuficiente. Ahora que el impacto de los incendios forestales se siente en todos los rincones del país, es el momento de actuar con firmeza. No basta con apagar el fuego; debemos atacar la raíz del problema y aplicar medidas efectivas que prevengan futuras tragedias. La naturaleza no puede seguir pagando por nuestra inacción. Ha llegado el momento de defenderla con la misma urgencia con la que ahora intentamos salvar lo que queda.