Don Noel Kempff en una de sus expediciones

En 1986, el científico boliviano Noel Kempff Mercado lideró una expedición a la serranía de Caparuch para mostrar la riqueza en biodiversidad de este singular lugar al que solo se accedía en avioneta durante algunos meses del año.

El sueño del profesor era dar a conocer la riqueza de ese territorio casi inexplorado y fue así que organizó una incursión con científicos españoles en Huanchaca. Uno de ellos era José Cabot, que compartió con Noel Kempff sus últimas investigaciones, conoció de voz propia todo el trabajo que había realizado sobre la rica biodiversidad del oriente boliviano y escribió una crónica, que ahora -37 años después- se convierte en uno de los documentos más valiosos para conocer la obra de este científico que aportó tanto al país y al mundo.

EL DEBER presenta la crónica completa de José Cabot, que queda como documento esencial para la ciencia y como testimonio de los últimos días de don Noel Kempff Mercado, antes de que sea asesinado por delincuentes vinculados al narcotráfico el 5 de septiembre de 1986. El científico español proporcionó sus escritos a través de Lorena Kempff, la hija de este hombre inolvidable y lo difunde en su plataforma digital como material de estudio para quien esté interesado en conocer su valioso aporte.

El inicio de la aventura

Hacia finales de septiembre de 1981, apenas a tres meses de haberme licenciado en Biología por la Universidad de Córdoba (España), recibí una notificación del ya desaparecido Instituto Español de Emigración, dependiente del Ministerio de Trabajo de mi país, en la que se me comunicaba la concesión de una beca que había solicitado unos meses atrás con el objetivo de cooperar en la implementación del Museo de Ciencias Naturales de La Paz, en Bolivia, y paralelamente tomar datos sobre aspectos ecológicos de las aves altoandinas como tema de investigación para mi tesis doctoral. En la comunicación se me pedía una rápida incorporación al destino solicitado.

Por aquel entonces yo realizaba acciones de voluntariado en la Estación Biológica de Doñana, en Sevilla. Esa experiencia me sirvió para encauzar mis inquietudes naturalistas y conocer a diversos profesionales relacionados con la investigación zoológica y la conservación de la naturaleza. 

Recuerdo que, poco antes de solicitar esa beca, mi director de tesis, Javier Castroviejo, que ejercía como director de la Estación Biológica de Doñana, sabedor de mis ansiedades, me dio la opción de elegir entre Venezuela o Bolivia. Me dijo que en ambos países cabía la posibilidad de
simultanear mis investigaciones para el doctorado con actividades de cooperación.

Bolivia me fascinaba por su variada geografía, con sus diferentes y contrastadas regiones, sus gentes y culturas, su baja densidad poblacional y su rica y exuberante naturaleza, prácticamente intacta, y de la que tan poco se conocía a nivel zoológico en Europa. Todo ello constituía un poderoso reclamo para mí espíritu intrépido. Así que, cuando Castroviejo me propuso que
hiciese la tesis bajo su dirección y me comentó que en este país podría realizar actividades de cooperación en un museo en La Paz que estaba a punto de inaugurarse, le dije sobre la marcha que sí, sin más, que me encantaría ir para allá, cual cigarrón que salta sin saber dónde caer. 

El riesgo y lo desconocido siempre fueron un desafío para mí. La concesión de la beca ponía a mi alcance una oportunidad de oro para conocer sobre la exótica fauna boliviana, de la que tan poco se sabía en mi entorno (algo que más adelante se haría realidad). Los años que estuve en Bolivia me brindaron también, entre otras cosas, la satisfacción de percibir la riqueza y variedad de su fauna y flora, así como la oportunidad de haber conocido a personas con las que he mantenido vínculos profesionales y de amistad que perduran hasta el
día de hoy de forma imborrable. Todo ello, ha hecho de esta experiencia una de las mejores de mi vida.

El apremio con el que se me instaba en el escrito recibido a incorporarme en mi destino hizo que me pusiera a alistar contra reloj los preparativos necesarios, promoviendo un rápido e inesperado cambio en mi estado civil, tras el cual, a principios de octubre de 1981, pisé suelo boliviano junto con mi reciente esposa.

En las fechas en que aterrizamos, el ambiente aún seguía caldeado por vaivenes políticos derivados del golpe de Estado dado por el general Banzer diez años atrás. Los jesuitas de La Paz nos acogieron gracias al padre Javier Cerdá, director del laboratorio de Biología del Colegio San Calixto en La Paz, con el que Castroviejo mantenía una estrecha relación. Los jesuitas nos dieron abrigo y compañía, como medida cautelar, hasta que poco a poco nos fuéramos asentando y aprendiéramos a desenvolvernos en ese ambiente de incertidumbre política e inseguridad ciudadana.

En La Paz, colegas y conocidos, sabedores de mis inquietudes naturalistas, más de una vez me sugirieron que debería visitar el Parque Zoológico de Santa Cruz de la Sierra. Me decían que era algo magnífico y digno de ver. Lo describían como un extenso recinto que acogía un elevado número de animales en cuidadas instalaciones, poniendo en valor su belleza, el elaborado
diseño ambiental y el hecho de que las especies de animales y plantas albergadas eran casi todos endémicos de Bolivia.


Mario Áñez, Julio Kempff y Marcelo Somerstein con la foto de Noel Kempff /Foto tomada en 2022


Mi encuentro con el profesor Kempff

Un día de mediados de diciembre de 1981 tuve la oportunidad de viajar a Santa Cruz. Después de almorzar, ya finalizadas las gestiones que me había llevado allí, decidí ir a conocer el Zoo.

Aunque mis recuerdos están un tanto desdibujados por el paso de los años, lo que sí puedo recordar muy bien es que, apenas sobrepasé la entrada, el panorama que se abrió ante mí me impresionó sobremanera. El parque zoológico, en su conjunto, se veía como espaciosa zona verde, con instalaciones y edificios regularmente distribuidos y ordenados, con una abundante, exuberante y cuidada vegetación ornamental. Había grandes explanadas, con frondosos árboles bajo los que disfrutar de una fresca sombra durante las calurosas horas del mediodía, y amplios senderos, por los que se podía pasear plácidamente, que marcaban el itinerario para visitar el recinto. 

Llamó mi atención la considerable cantidad de especies que el zoo albergaba. Apenas habían pasado tres años desde su inauguración y ya contenía una elevada representación de reptiles, aves y mamíferos de las distintas regiones y hábitats de Bolivia, entre ellos algunas especies muy raras, esquivas y difíciles de ver en el medio natural. Era notable la limpieza y la espaciosidad de las instalaciones. En muchas de ellas (las destinadas a jaguares, capibaras y chanchos de tropa, entre otras) se intentaba mejorar las condiciones de bienestar de los animales recreando su hábitat natural con rocas, vegetación y masas de agua en espaciosos ambientes. 

Un gigantesco aviario albergaba en su interior gran variedad de especies de aves de las distintas regiones del país. El Profesor (yo siempre me refería a Noel Kempff así) me contó que este recinto era el más grande de Sudamérica y se enorgullecía de que, por escasos metros, sobrepasaba en dimensiones a otro aviario existente en el zoo de Río de Janeiro, que había ostentado antes este título. 

Después me enteré de que el profesor Kempff fue quien concibió y promovió la creación de esta gran instalación, de la que además fue su proyectista. Él diseñó de forma pormenorizada cada detalle del recinto y pudo hacer realidad el proyecto por la confianza que depositaron en su persona los responsables políticos y de instituciones. Él mismo supervisó personalmente de forma estricta y rigurosa cada proceso, y logró una magnífica ubicación para el recinto en pleno casco urbano de Santa Cruz de la Sierra. 

En mi primera visita al zoo me dirigí a las oficinas administrativas del parque, después de que un visitante, al que pregunté, me indicase donde se ubicaban. Albergaba la esperanza de conocer al profesor Noel Kempff Mercado, pero mientras me acercaba a ellas, me asaltaron diversas dudas. Se me vino a la cabeza que el Profesor tal vez se podía haber ausentado para hacer una gestión o porque hubiera finalizado su jornada, dado lo avanzado de la tarde. 

Nada más entrar, una señora (después supe que era su secretaria), me recibió amablemente. Me presenté como biólogo becado, y le comenté mis aficiones naturalistas y mi propósito. Ella, tras oírme, cordialmente me dijo que el Profesor estaba en su despacho, lo que fue una grata noticia para mí. Me pidió que aguardase un momento mientras se levantaba y entraba a un despacho adyacente, que supuse era el del director. Al momento, reapareció y con una sonrisa, que me pareció espléndida, me indicó que D. Noel Kempff me podía atender en ese instante. 

La seguí, me condujo a su despacho, abrió la puerta y me invitó a que entrara. Aparte de que dirigía el Zoológico Municipal de Santa Cruz de la Sierra, sabía muy poco sobre la persona del profesor Kempff, pues nadie de los que me habían hablado del zoológico me habían dado detalles sobre él, y yo tampoco les había preguntado. Fue el entrañable Dr. Ovidio Suarez Morales, ex presidente de la Academia de Ciencias de Bolivia y promotor del Museo de Ciencias Naturales de La Paz, quien un día, al comentarle mi próxima partida hacia Santa Cruz, me instó a visitarlo y me puso al tanto dándome algunos detalles sobre su trayectoria, diciéndome que había sido el creador de zoológico y ejercía las funciones de director. 

Al entrar en el despacho, me encontré ante a un hombre maduro, de estatura media-alta y complexión normal, con el pelo corto, gris, ligeramente ondulado en la nuca y peinado hacia atrás. Debería rondar la sesentena. El Profesor, al verme entrar, se levantó de su asiento y cuando me aproximé me tendió la mano desplegando una amplia sonrisa.

Como pude me recompuse de este improvisado aterrizaje y me presenté. El Profesor, llanamente, me invitó a sentarme mientras él lo hacía. Yo no esperaba que todo hubiera sido tan fácil e inmediato. Seguramente el Profesor había tenido que hacer una pausa en su ocupada jornada para recibir la visita inesperada de un joven biólogo español que se presentaba sin avisar. Consciente de ello, me pregunté para mis adentros ¿dónde me he metido?, pero en seguida me tranquilizó la cordialidad y naturalidad del trato que me dispensaba, una sencillez que el Profesor siempre mostró durante el tiempo que le conocí, reflejo de una gran seguridad en sí mismo y de su elevada calidad humana. 

Después de los preliminares de la presentación, le puse al tanto de los motivos por los que me hallaba en su país y de las actividades que estaba haciendo, y le confesé mi escasa experiencia de campo y mi enorme interés por la exuberante naturaleza de Bolivia, y en especial del Oriente. 

Recuerdo que me oía atentamente y que también me preguntaba con interés sobre algunas especies de fauna altoandina presentes en la zona donde yo había empezado a trabajar. Por su parte, él me puso al tanto de la historia, diseño y contenido del zoo y de su interés por tener un muestrario de las
especies más emblemáticas del país. Nuestros intereses coincidentes hicieron que se estableciera entre nosotros una conexión mágica y, a los pocos minutos, nos encontrábamos charlando amenamente, como dos conocidos de toda la vida, intercambiando ideas, cuestiones y conocimientos de temas que nos atraían a ambos y que surgían espontáneamente por nuestra
fuerte vocación naturalista. 




Amante de la naturaleza

Desde pequeño había estado en contacto con la naturaleza, había aprendido a observarla, interpretarla y a percibir las características de animales y vegetales, especialmente los del oriente de Bolivia, de los que conocía muy bien su vida y costumbres. Era una fuente de conocimientos sobre la fauna nacional, y lo mismo hablaba con fundamento sobre cualquier especie de mamíferos como sobre aves o reptiles. Conocía las diferencias raciales entre los
guanacos (Lama guanicoe) de las alturas del oeste del departamento de La Paz y los que habitaban la llanura chaqueña, divergencias que muy pocos mastozoólogos conocían.

Al Profesor nunca le vi mostrarse como una persona cerrada y celosa de sus conocimientos; más bien era todo lo contrario, abierto, colaborador y generoso. En una de mis visitas vi cómo le facilitaba a John S. Dunning, un ornitólogo de paso por Santa Cruz, facilidades para que instalase un pequeño estudio donde fotografiar aves, que consistía en un reducido habitáculo de lona con un arbolito en su interior donde las aves podían posarse. El ornitólogo soltaba a las aves que había capturado en otro lugar, y, desde fuera, introducía el objetivo de su cámara fotográfica por un orificio en la lona y realizaba las fotografías de las aves posadas en el árbol simulando condiciones naturales. Gracias a ello el investigador pudo publicar el libro South American Land
Birds: A Photographic aid to Identification, que fue la primera guía fotográfica de aves sudamericanas, con casi 1.400 imágenes.

Noel Kempff ponía sus conocimientos botánicos al servicio del bienestar y el disfrute de la ciudadanía cruceña. Como director de Parques y Jardines del Municipio de Santa Cruz de la Sierra promovió actuaciones de reforestación que embellecieron los espacios públicos y calles, realzaron el valor urbanístico de la Santa Cruz y mejoraron la calidad de vida de la ciudadanía, difundiendo en ella el gusto por la belleza de la naturaleza y el sentido conservacionista. 

Fruto de su gestión, una cuidadosa selección de especies vegetales, todas de América del Sur y mayoritariamente pertenecientes a la flora boliviana, decoraban las vías y espacios públicos de la ciudad: tajibos, ceibas, jacarandás, motoyoes, palmeras reales, etc. Como 

El primer Jardín Botánico de Santa Cruz de la Sierra también se debe a Noel Kempff

Había sido su director desde 1965. Este jardín botánico, que pudo hacerse realidad tras años de intenso estudio y trabajo, estaba destinado al recreo y a difundir las características del entorno vegetal del Oriente boliviano. Tuvo un gran éxito social pero una vida demasiado breve, pues desapareció trágicamente en 1983 a consecuencia de una crecida del río Piraí.

El profesor Kempff no se replegó ante esta catástrofe, sino que, por el contrario, promovió la creación de otro Botánico Municipal. Esta vez fue más ambicioso, diseñó un complejo más extenso, con mejor infraestructura y mayor contenido. 

Este espacio, ubicado en un emplazamiento más seguro, a 8 km de Santa Cruz, es, a día de hoy, uno de los más reconocidos de Sudamérica. 


Caricatura del profesor Noel Kempff

El Parque Nacional de Huanchaca


El Profesor, con sus gestiones, hizo que el Parque Nacional de Amboró y la Serranía de Huanchaca fueran reconocidos oficialmente como espacios protegidos. Noel Kempff, con su visión acertada y de futuro, supo transmitir a las autoridades nacionales la necesidad de conservar estos territorios, notables por sus bosques vírgenes y la elevada biodiversidad que poseían.

El Parque Nacional de Huanchaca, creado en 1979, se denomina actualmente Parque Nacional Noel Kempff Mercado en homenaje a la actividad conservadora e investigadora del Profesor. Su extensión es de 1.523.446 hectáreas, está ubicado al norte del departamento de Santa Cruz (aunque una pequeña parte del mismo se sitúa en el departamento del Beni) y es
colindante con Brasil. Este espacio es considerado Patrimonio de la Humanidad y también es usado como observatorio para el seguimiento del Cambio Climático.

Noel Kempff prefería llamar a esta zona Serranía de Caparuch, no le agradaba la palabra Huanchaca, que es la que le habían asignado a esta reserva en los papeles oficiales. Decía que esa palabra era de origen andino e impropia de ese lugar, y que Caparuch era un nombre más adecuado, pues los nativos de la etnia Guarasug’wé denominaban así a una especie de pez del río Paraguá, endémico de la zona. El tino y la visión de futuro del Profesor, en su empeño por poner a salvo el contenido natural de estos espacios, lo corroboran las sucesivas ampliaciones que ha tenido este parque, al objeto de incluir un mayor número de recursos valiosos a proteger.




La propuesta del Profesor

Hacia octubre o noviembre de 1985, en una de mis últimas visitas, le comuniqué al Profesor que sobre mediados de diciembre de ese año pensaba retornar a España. Deseaba presentar mi tesis doctoral sobre la comunidad de aves de Ulla-Ulla, pues ya habían pasado más de dos años desde que finalicé la toma de datos de campo y quería completar el trámite académico. 

Mi regreso también estaba encaminado a la búsqueda de una mayor estabilidad laboral. Le conté mis planes inmediatos y le dije que seguiríamos en contacto. El Profesor me deseó que me fuera bien, lo que agradecí, y proseguimos hablando de una y otra cosa, como siempre.

Cuando salíamos, el Profesor me preguntó sí desde España se podría organizar una expedición a la serranía de Huanchaca. Dijo que su objetivo sería hacer un inventario preliminar de la biodiversidad y el estado de conservación de ese territorio, pues no había información alguna al
respecto y era importante dar a conocer sus valores naturales excepcionales, y que había pensado que se podría llevar a cabo conjuntamente por la Estación Biológica de Doñana y el Zoológico de Municipal de Santa Cruz.

He de confesar que la propuesta del Profesor me cogió por sorpresa. Me quedé un poco pillado mientras intentaba poner en orden en mi mente los diferentes elementos necesarios para llevar a cabo una expedición de esa naturaleza: lugares, personas, situaciones, tiempos, financiación…

Además, esa iniciativa me abría la posibilidad de volver de nuevo a Bolivia y mantenerme conectado con un mundo del no quería desvincularme, con el atractivo adicional de poder a acceder a un territorio ignoto. Esto último me subyugaba, pues había recorrido gran parte de la geografía boliviana, y la conocía más incluso que España, pero precisamente esa serranía era una región a la que siempre había querido ir y nunca había encontrado la oportunidad de hacerlo. 

Paco González, un español que trabajaba en el Banco Central en La Paz, que estuvo dos veces invitado en una estancia ganadera a orillas del Iténez o Guaporé, me había relatado maravillas de la zona, que me pusieron los dientes largos. Castroviejo y yo también habíamos hablado en alguna ocasión de este territorio y coincidíamos en lo interesante que podía ser esta región, muy escasamente prospectada desde un punto de vista naturalista.

Lo que el Profesor me propuso me pareció una oportunidad de oro para conocer este singular territorio, que es un levantamiento tectónico perteneciente a lo que geológicamente se conoce como escudo brasileño, uno de los suelos más antiguos del continente, con unas características físicas y naturales impresionantes. 

Esta imponente meseta con colinas onduladas cruzadas por las vertientes de los ríos Pauserna y Verde, con sus espectaculares cataratas, con zonas abiertas de sabanas, bosques islas, ceja de monte y selva cerrada que resalta por encima de los bosques de la llanura amazónica, abrazado por el cinturón de llamativos acantilados rojizos que la circundan y que dificultan su acceso. 

Aspectos con los que ya estaba un poco familiarizado por
las descripciones que me había hecho el Profesor. Mientras nos dirigíamos hacia la salida del zoo, el Profesor aseguró que contaríamos con el
apoyo de entidades oficiales del departamento vinculadas con el entorno natural, como CORDECRUZ (Corporación para el Desarrollo de Santa Cruz), CDF (Centro de Desarrollo Forestal), la Municipalidad de Santa Cruz y algunas otras, con las que él se encargaría de contactar.

Le respondí que me parecía muy atrayente la idea, que haría las gestiones que me encomendaba y que nos mantendríamos en contacto e iríamos coordinando en la distancia. Yo, por descontado, me veía dentro de los participantes haciendo el catálogo de las aves. Pensaba para mis adentros, que, si todo salía bien, no sería problema encontrar otros zoólogos de fauna tropical, pues en Doñana los había, y muy buenos. 

Más difícil me pareció encontrar botánicos y especialistas en invertebrados neotropicales, porque no conocía a ninguno en el entorno donde me movía, pero pensé que ello no tenía por qué ser un hándicap, pues podrían venir de otros centros.

Esta sobrevenida situación me desbordaba. ¿Qué podía hacer? Mi capacidad de acción era pequeña y limitada. Nunca antes habíamos hablado de este tema. Me pregunté por qué me lo plantaba a mí y en aquel momento. 

Sabía que el Profesor compartía confianza conmigo y ello explicaba parte de la cuestión, pero me sorprendía que me lo comunicara precisamente momentos después de haberle anunciado que me iba. 

Pensé que tal vez, si me lo hubiese expresado con algo más de tiempo, hubiéramos podido ir tanteando por aquí y por allá a efectos de conseguir organizar la expedición, pero él tampoco sabía de la inminencia de mi regreso a
España. Yo, que estaba con un pie en el estribo, no solo tenía que arreglar los múltiples asuntos personales y familiares que se me planteaban con el regreso, sino que además tenía que atender a esta nueva empresa. 

El proyecto no era cosa baladí, requería darle muchas vueltas e irlo
madurando en el tiempo en función de los objetivos, las personas, los recursos disponibles, las necesidades etc. Todo ello había de hacerse de forma minuciosa y en coordinación con el Profesor para que se pudieran cumplir los objetivos.

Este cúmulo de cosas por hacer me abrumaba, pero también me subyugaba, pues pisar la Serranía de Huanchaca era algo que deseaba vivamente. Así que, durante los días que me quedaban en Bolivia, me dediqué a madurar la propuesta del Profesor, atar cabos y tantear disponibilidades para intentar hacerla realidad.




Parque en peligro

Hilando cosas en el tiempo creo haber podido vislumbrar los motivos de la iniciativa planteada por el Profesor. En esos momentos era consciente de que el Parque estaba en peligro. Había dedicado años para conseguir su declaración de espacio protegido, pero hasta el momento no se había hecho nada para gestionarlo, dotarlo y conservarlo de forma real. Lo había visitado
varias veces (acompañado en ocasiones por el explorador, antropólogo, divulgador y periodista Rubén Poma), había difundido en reportajes en la televisión y expresado ante las autoridades competentes su situación de abandono y sus vulnerabilidades, sin lograr despertar ninguna
respuesta efectiva tendente a la protección y gestión de este territorio, resguardado solo por la lejanía y la inaccesibilidad del terreno. 

Por ello, con razón, el Profesor siempre me decía que el parque Huanchaca solo existía sobre el papel. El Profesor mostraba su preocupación porque los atentados contra la naturaleza en Bolivia se habían incrementado notablemente en los últimos años. La apertura de nuevos caminos y la existencia de mejores medios de locomoción facilitaban el acceso incluso a los lugares más
recónditos del país, provocando su deterioro debido al incremento de los asentamientos humanos, de las actividades de chaqueo para cultivar, de las prospecciones mineras, de la búsqueda de oro y de piedras semipreciosas y de actividades ilegales como la tala de bosques primarios tropicales y otras masas forestales para la extracción de maderas, la caza furtiva, el
tráfico de especies vivas o el comercio de sus pieles. 

No había fondos para atender las consideradas menos apremiantes, como las relacionadas con la conservación del patrimonio natural. Kempff era consciente de que poner en funcionamiento el Parque Natural de Huanchaca requería una ingente cantidad de dinero, y ello solamente sería posible con la contribución
financiera de entidades internacionales dedicadas a la conservación de la biodiversidad.

Era conocido que organizaciones internacionales preocupadas por el deterioro de los espacios naturales y la consiguiente pérdida de biodiversidad a nivel mundial estaban contribuyendo con elevadas sumas de dinero, canalizadas en formas de subvenciones, a financiar la protección y conservación de territorios con alto valor ecológico en países en vías de desarrollo. Acceder a esta opción, la única disponible, significaba reemprender un extenso camino de esfuerzo y trabajo, prolongación del que había venido recorriendo desde que, años atrás, iniciara las gestiones que dieron lugar a que Huanchaca fuese declarado espacio protegido.

Pero el Profesor no cejaba en los fines que se marcaba, y aunque estuviese, como siempre, ocupado con sus variados quehaceres (pesca, orquídeas, la grabación de cantos para la identificación de especies de aves, el libro de las aves de Bolivia, sus responsabilidades en el zoo, en la universidad y en tantos y tantos proyectos más), sus metas estaban presentes y actuaba
diligentemente ante la menor oportunidad favorable, como fue en el caso el parque de Huanchaca.

El Profesor sentía el vivo deseo de mantener a Huanchaca incólume en el tiempo, como si fuese algo suyo. Él sabía lo que tenía que hacer. El paso principal era contactar con estas entidades y hacerles llegar una información acreditada del contenido natural, el estado de conservación de la Serranía y el riesgo que se cernía sobre ella. Era prioritario interesarlas en su conservación.

Ello requería actuar con independencia y buen hacer. De ahí su iniciativa personal de hacer una expedición, que era el paso previo que le permitiría disponer de la información necesaria para poder negociar con entidades internacionales. 

Sin ella era imposible actuar, se encontraba atado de manos, pues sin nada que mostrar no había modo alguno de captar la atención de los financiadores. Yo me encargué al inicio de movilizar el proyecto, estudiando la biodiversidad de aves en la zona, y de otras gestiones, entre ellas la selección de una finca aledaña al espacio protegido, con objeto de ubicar el centro gestor sin causar afecciones en el territorio preservado. 

Huanchaca

Huanchaca era la niña bonita, para el Profesor: una gran meseta sobresaliente sobre la planicie circundante y con naturaleza de valor incalculable. No le constaba que el territorio estuviese sufriendo afecciones por acciones incontroladas del hombre. Separado por unos 700 km de
Santa Cruz de la Sierra, no era fácil llegar por tierra, pues solo era accesible a través de un largo y estrecho camino madero, que discurría desde la población de San Silvestre hacia el norte y acababa en el Aserradero Moira, en la vecindad del parque. Esta senda era difícil de transitar
por su mal estado, especialmente en la época de lluvias, en las que empeoraba por las grandes y profundas huellas de los camiones que transportaban la madera.

Una vez se llegaba al aserradero, último punto civilizado, había que atravesar la jungla hasta que repentinamente, tras los árboles, uno se topaba con los inmensos y abruptos farallones que circundaban la meseta. Esta enorme y escarpada barrera era difícil de sortear. Se requería estar en forma, ir
ligero de cargas, tener cierto equipo y alguna experiencia de escalada. Todo ello hacía de este territorio no solo una fortaleza inexpugnable, sino también un lugar ignorado y relegado por las instituciones con respecto a otros espacios protegidos de Bolivia que, por su acceso y cercanía, ya habían comenzado su andadura. 

Pero el Profesor era realista y sabía que, tarde o temprano, este territorio sufriría daños por la depredación incontrolada que ejerce el hombre sobre los
recursos naturales en estos tiempos en los que se dispone de medios para llegar a todas partes.

Al no haber documentación alguna que acreditase el valor ecológico de este territorio no se podía hacer nada. Faltaba el pilar básico sobre el que apoyar las negociaciones en la búsqueda de financiamiento para la gestión, implementación y funcionamiento del territorio.

Una incursión a la serranía no era asunto de ir un día y volver al siguiente. Para acceder a este espacio y prospectar e inventariar su biodiversidad se necesitaba un equipo organizado de profesionales durante un tiempo de permanencia mínimo por su lejanía, extensión y su variada orografía. Ello hacía necesario una planificación previa en cuanto a medios de transporte, número de personas, equipos, intendencia, tiempo de permanencia etc.

Así, y solo así, se podrían inventariar las especies animales y vegetales más representativas, a ser posible con datos sobre su abundancia y distribución, y dar a conocer aquellos aspectos naturales relevantes, el estado de conservación y las vulnerabilidades del territorio. 

Un dossier

Trabajar en Huanchaca significaba trabajar de forma continuada en condiciones duras, en terreno dificultoso, a la intemperie, con altas temperaturas, elevada humedad, parásitos, ausencia de comodidades, etc., Factores que, sin duda, harían florecer desavenencias entre los participantes y condenaría la misión al fracaso.

Ahora, con el tiempo y la perspectiva que da su paso, me hago cargo del contexto y entiendo su situación: sabedor de que mi ida era definitiva, Noel Kempff me lanzó esa propuesta como último cartucho, por si sonaba la flauta. El Profesor, estaba enterado de que Castroviejo, director de la Estación Biológica de Doñana, había promovido la realización de inventarios, informes, tesis doctorales, trabajos científicos y de conservación en distintas regiones y áreas protegidas de países de América y del oeste de África. 

Pienso que el Profesor, aprovechando mi regreso a España, estimó que quizás Castroviejo, al que él también conocía, podría disponer de los recursos necesarios para que un equipo mixto hispano boliviano realizase una actuación puntual para prospectar durante un tiempo el entorno natural de la Serranía. 

De esta forma el Profesor podría disponer del ansiado documento que permitiría después iniciar el lento movimiento de los vagones del tren de la burocracia con el objetivo de conseguir la gestión, dotación y conservación real del espacio.

Las situaciones inciertas del contexto en que nos movíamos nos habían enseñado a aprovechar las oportunidades antes de que se esfumaran. Así que, rápidamente le respondí que se lo diría a Castroviejo y que lo haría nada más llegar a España, pues tenía que verlo casi de forma inmediata para tratar asuntos relativos a mi tesis doctoral, lo que aprovecharía para hablarle de
su oferta, y que una vez supiera la respuesta se lo comunicaría.

Internamente, consideraba como muy factible la realización de la iniciativa del Profesor. Conocía a Castroviejo y sabía que, para él, como para muchos biólogos de campo, era una tentación hollar y trabajar en ese territorio de gran singularidad y valor ecológico. También tenía la
seguridad de que se incorporarían un buen número de colegas de la institución. 

Eran aventureros, de los que se apuntaban a un bombardeo, y les motivaba la experiencia de estudiar la biodiversidad de ese territorio tan peculiar y sacar a la luz pública los resultados que obtuvieran.

La propuesta del Profesor fue formulada en el momento oportuno. En esas fechas, la Estación Biológica de Doñana estaba en una etapa en la que mantenía una amplia y activa red de actuaciones de cooperación en investigación y conservación en el Golfo de Guinea y en la región
Neotropical. Sin duda, gracias a las eficaces iniciativas y gestiones de Javier Castroviejo, que ostentaba el cargo de director.

Desde el principio tuve la seguridad de que esta exploración zoológica saldría adelante y que se lograrían los recursos necesarios, al igual que había ocurrido en la que recientemente había hecho a “Cerro León”, en el Chaco Paraguayo, realizada en coordinación con el Instituto de Ciencias Básicas de Asunción, bajo la dirección del ya fallecido Dr. Narciso González Romero y
en la que participaron además un grupo de estudiantes de biología del mencionado centro.

Sobre la marcha, se me vino a la cabeza que “los del Beni”, Vicente, María y Juan Enrique, podían sumarse a la exploración. Con ellos se aumentaba el número y diversidad de profesionales y se ahorraban gastos en pasajes internacionales, al igual que había ocurrido con mi participación en
la expedición a Paraguay.

El Profesor dijo, sin entrar en mayores detalles porque todo estaba en el aire, que él se encargaría de los asuntos de logística, intendencia y otros, como: medios de transporte, personas, equipos de trabajo, enseres, víveres, etc. Hizo estimaciones y comentarios por encima acerca del personal necesario, mencionando guías, choferes, personal de apoyo, cocineros, y de incorporar a un documentalista o reportero, ya que él deseaba divulgar a los medios de comunicación las tareas, actividades y hallazgos que se fueran realizando, cosa que hizo hasta que se malogró la expedición.

Le sugerí la conveniencia de incluir en la expedición algunos estudiantes de biología de la Universidad Gabriel René Moreno de Santa Cruz, pues era una ocasión de oro para cualquier joven en proceso formativo poder aprender y realizar prácticas de campo junto a profesionales experimentados. Él me respondió que se lo propondría a las autoridades universitarias, cosa que
hizo a mediados de julio de 1986 mediante escrito dirigido a Jerjes Justiniano, rector de la Universidad.

Me parecía que lo tenía todo mentalmente planificado, era un hombre efectivo. Habló de un posible punto de aterrizaje en la cima, donde había una antigua pista para avionetas, y, si mal no recuerdo, esa pista es la que fue usada, años atrás, en las prospecciones que realizaron en la Serranía geólogos integrantes de la Misión de Estudios del Precámbrico (GEOBOL) y autores del
estudio: “Explorando el oriente Boliviano”, pero el Profesor desconocía en qué estado se hallaba.

No sé si es fruto de mi imaginación, pero creo recordar que me mencionó la existencia de ciertas pinturas rupestres en los acantilados de la base de la meseta. Lo que sí que es cierto es que me comentó que el espacio formaba parte del territorio de la etnia Guarasug'wé, cuya población se había reducido drásticamente.

Comprendo lo que significaba para el Profesor realizar esta incursión, era la primera y única actuación para sacar del abandono y asegurar la biodiversidad de este emblemático territorio tras nueve años de haber promovido su declaración como zona protegida.

Quedaba por delante, un largo proceso de preparativos, precisar fechas, tiempos, número de personal y mil detalles más… y conseguir recursos. Se necesitaba tiempo. Él confiaba en conseguir, con su buen hacer, los recursos básicos. Así que, después de haber dado, uno y otro, pinceladas intentando concretar aspectos de un tema que estaba en el aire, nos despedimos prometiéndonos seguir en contacto e ir concretando detalles.

El Profesor se mostró tranquilo, como siempre. Ya iríamos definiendo y moviéndonos en función de las circunstancias y recursos disponibles, siempre para adelante. Con su experimentado ingenio y perspicacia, atrapaba al vuelo las posibilidades que el destino ponía a su alcance para acabar con este asunto que tanto tiempo le había llevado. 

Agradecí profundamente que confiase en mi persona. 

Mis últimos días en Bolivia

Cuando volví a Cochabamba, ciudad en la que residía por aquel entonces, me comuniqué telefónicamente con Castroviejo y le conté lo de la expedición a la Serranía. Me respondió que una vez que llegara a España lo hablaríamos con detalle.

A los pocos días me desplacé al Beni, a El Porvenir, para despedirme de Vicente, María y Juan Enrique, a los que puse al tanto de la posible expedición a Huanchaca y de la posibilidad de que Castroviejo tirase de ellos, y de sus vehículos, para participaran en la prospección de la Serranía.

Ese día festejamos mi despedida en El Porvenir, junto con operarios de la finca y allegados del poblado de El Totaizal. Al día siguiente tenía que viajar en vehículo a La Paz. Esa noche dormí mal, me desperté en varias
ocasiones, sentía un intenso picor y que me ardía el cuerpo, mojado con la transpiración. En mis sueños caían vinchucas (Triatoma infestans) del techo y me asediaban las garrapatillas, las pulgas y los meados de los numerosos murciélagos que se metían entre las hojas de jatata (Geonoma deversa) del techo de la cabaña. 

Antes de amanecer me encontré tan mal, que acudí a despertar a Vicente y María, que dormían en el cuarto contiguo. Al encender la luz me vi las
extremidades y el cuerpo profusamente cubierto de inflamadas áreas rojas con erupciones y ampollas. Vicente al verme se alarmó, me dijo que sufría un shock anafiláctico. Rápidamente, sacó de una pequeña repisa que había en la cocina una ampolla de urbasón cubierta de polvo que llevaba un tiempo conservándose a temperatura ambiente. 

Me inyectó el contenido de la ampolla con una jeringuilla de dudosa esterilidad, y nos pusimos a esperar que resultase. No me asusté con lo que me inyectaba, al menos no había cambiado de color, como le había pasado al suero antiofídico que estaba en la misma repisa, que se había tornado ambarino con el paso de tiempo, y del que comentamos que sus efectos podían ser más letales que la picadura de cualquier serpiente. 

En el intervalo, me acordé que antes de acostarme había tomado un
alkaseltzer al sentirme pesado por lo ingerido durante el día, y lo relacioné con un episodio que tuve meses atrás en el que sufrí una reacción menor por ingerir dicho medicamento.

Inmediatamente deduje que era alérgico a ese compuesto, y que tenía que rechazarlo definitivamente, ya que los resultados de una nueva ingestión podrían ser catastróficos. Por ello, agradezco a Vicente haberme librado de esa mala experiencia, que pudo haber tenido efectos nada deseados para mí.

Los preparativos de la expedición y el trágico desenlace

A finales del 1985 retorné a España con mi esposa e hija. Después de estar unos días con las respectivas familias, me reuní con Castroviejo en Sevilla, y le puse al tanto de lo acordado con el Profesor.

Tal como predije, a él pareció una gran oportunidad trabajar en ese sitio extraordinario y colaborar con el Profesor, al que también conocía y había tratado personalmente. Al poco, a finales de enero de 1986, Castroviejo recibió una misiva del profesor Kempff en la que le proponía de forma oficial la participación de biólogos de Doñana experimentados en la región
neotropical para realizar un proyecto de cooperación para estudiar el ecosistema del Parque Nacional de Huanchaca. 

En el escrito el profesor le detallaba que este espacio protegido fue
creado por DS 16646 del 11 julio 1979 bajo gobierno de David Padilla; que poseía unas 542.000 hectáreas de superficie, se ubicaba en norte San Ignacio de Velasco y daba una breve descripción de sus valores naturales y la necesidad de estudiarlo y protegerlo.

La respuesta de Castroviejo aceptando el ofrecimiento fue inmediata y, tras ello, prontamente me pidió que me hiciera cargo de ir preparando la expedición, que buscara las personas, aprestásemos los materiales y equipos a llevar desde España e hiciésemos un listado de los que comprar en Bolivia, y que me coordinase con Vicente, María y Juan Enrique, que seguían en el Beni. 

Que le tuviese al tanto, y que él se encargaría buscar financiamiento para los pasajes de avión cuando todo estuviera organizado y se supiera el número de participantes que saldrían desde España, las fechas y el periodo de permanencia en Bolivia. También tenía que coordinar con el Profesor, que en Bolivia estaría consiguiendo los recursos necesarios, como personas, vehículos, recursos logísticos, de intendencia y otros. 

Así que me puse manos a la obra, mientras me asentaba en España organizando mi vida personal y profesional.

Con el paso de los meses todo fue tomando cuerpo. Contactaba con el Profesor por correspondencia y telefónicamente para informarnos y coordinarnos, sin dejar de lado aquellos temas relativos a la fauna y naturaleza que atraían nuestra atención.

A finales de mayo me informó que ya contaba con el apoyo CORDECRUZ. Esta institución brindó una ayuda crucial para el desempeño de la misión pues hizo posible que se pudiera disponer de un camión para el transporte de los equipos, materiales, víveres y algunas personas. Además, de 6 turriles repletos de combustible para los desplazamientos locales de los vehículos y 2 guías conocedores de la zona. CORDECRUZ también financió el flete de lo avioneta Cessna del Vicariato de San Ignacio para que realizase un par de vuelos de ascenso desde el aserradero Moira a la meseta con el objetivo de poder realizar prospecciones en la cima.

El Profesor también me puso al tanto del generoso ofrecimiento que le hizo el Dr. José Romero Loza, quien brindó a la misión científica su estancia ganadera “Huanchaca”, ubicada a unos 50 km de la meseta. El Profesor se mostró muy satisfecho porque este puesto ganadero poseía un transmisor con el que se podría contar para comunicarnos ante una emergencia. 

El cómputo que dio el Profesor del trayecto de Santa Cruz al puesto ganadero de Huanchaca era de unos 644 km, con las siguientes distancias entre puntos de este itinerario: de Santa Cruz a Río Grande, 116 km; de Río Grande a San Julián, 75 km; de San Julián a San Javier, 52 km; de San Javier a
Concepción, 75 km; de Concepción a Taperas, 189 km de Taperas a la estancia Huanchaca, 137 km, y de Huanchaca al Parque 50 km.

No obstante, el Profesor buscaba un punto de acceso más cercano a los farallones para ganar tiempo, ya que luego había que trepar con los equipos por escarpadas paredes de 50 a 200 metros para prospectar la cima, pues no todos podrían ir en avioneta. 

Al final, decidió la conveniencia de fijar el emplazamiento del campamento de la expedición en “Los Fierros”, un aserradero abandonado casi al pie de la meseta, próximo al Aserradero Moira, propiedad de Marcelo Somersteim, al que conocía. Desde este campamento se podrían hacer exploracionespor las zonas aledañas de bosque virgen y por el río Paraguá, así como a la cima de la meseta accediendo por tierra y por aire.

Así fuimos carteándonos, y entre uno y otro íbamos incorporando y fijando detalles y consolidando el proyecto.

En Sevilla, fui contactando con colegas que habían trabajado en el neotrópico para ver su disponibilidad, así como con personal de apoyo experimentado: técnicos, preparadores y alguien que registrase las incidencias y los hallazgos en un diario de expediciones y el registro de campo. De esto último se encargó Iván Varela, gracias al cual quedaron registrados de forma fidedigna y pormenorizada los trágicos acontecimientos que truncaron la expedición.

Los zoólogos Carlos Ibáñez Ulargui y Curro Braza Lloret, adscritos a Doñana, se apuntaron desde el primer momento; ambos tenían amplio historial de trabajo en varios países de América del Sur. También se sumó Vicente Uríos, de la Universidad de Valencia. Desde Bolivia se incorporarían Juan Enrique García Yuste, Vicente Castelló y María Corvillo. Estos seis biólogos, en sus distintas especialidades, harían el inventario de vertebrados, la descripción de los hábitats y su estado de conservación. Como personal de apoyo y técnicos de campo irían Iván Varela, que se encargó de documentar la expedición y de asuntos logísticos, y los técnicos Manuel López y Ernesto García.

Excluyendo mi participación, la contraparte española la integraban unas nueve personas, sumándose de forma inesperada a ellos para contribuir voluntariamente en los trabajos de campo un vasco que andaba por Santa Cruz y un cruceño conocido mío, Abel Castillo.

La parte boliviana estaba conformada por el Profesor y su ayudante, dos estudiantes o catedráticos de la Universidad Gabriel René Moreno (a petición del profesor Kempff y a sugerencia del rector de la Universidad) que por alguna razón no llegaron a participar, un fotógrafo, dos cocineros y dos choferes. 

Inicialmente se pensó en la posibilidad de contratación de dos peones de estancias vecinas como guías, pero al final no hizo falta gracias al generoso ofrecimiento de CORDECRUZ. En total se estimó que la misión estaría integrada por unas veinte personas.

En este proceso preparatorio había que estar pendiente de los mínimos detalles para que el trabajo saliese adelante sin inconvenientes, porque en el monte no hay donde conseguir cosas.

También había que decidir los materiales que tenían que llevarse de España y cuales se podían adquirir en Santa Cruz para minimizar los gastos de carga aérea. De todos los pasos que se daban se informaba al Profesor, y viceversa, para irnos coordinando. Él le dio bombo y platillo a la expedición, difundiendo por los medios de comunicación de Santa Cruz los fines de la misma, para promocionar la protección del espacio protegido y obtener el
máximo apoyo local por parte de las entidades locales.

Cuando ambas partes estaban más o menos preparadas se acordó iniciar la misión a partir del 1 de agosto, pero luego por razones tácticas se postergó al mes de septiembre, poco antes de la temporada de lluvias. La duración de la expedición se fijó en un mes, excluyendo los días de viaje de Santa Cruz al aserradero Los Fierros y viceversa, que serían entre cuatro y seis. Este lapso de tiempo se estimó adecuado para obtener resultados sólidos sobre la biodiversidad y el estado de conservación de la serranía y de su contorno basal.

En unas dependencias de la Estación Biológica de Doñana se fue ordenado el material y equipo requerido para trabajar en el área, y se iba metiendo en unas cajas metálicas verdes, rotuladas con “Expedición Huanchaca “, cuyo contenido era inventariado.

Castroviejo consiguió financiamiento para los pasajes y los gastos que pudieran surgir en Bolivia. Coordinó con Vicente Uríos su llegada de Valencia para sumarse al equipo en Sevilla y partir con ellos hacia Bolivia. Castroviejo se puso en contacto con los del Beni, Vicente, María y Juan Enrique, y les instruyó para que estuviesen en Santa Cruz a la llegada de los participantes que venían España, y para que sus vehículos estuvieran en condiciones realizar el largo viaje por tierra desde la capital cruceña hasta Los Fierros. Asimismo, informó y dio detalles de la expedición al embajador de España, Tomas Lozano Escribano, al que le unía una gran amistad.

Entabló contacto con Eduardo Araujo, director de la Casa de España en Santa Cruz de la Sierra (ahora Centro de Formación de la AECID), que ofreció apoyo y facilitó el alojamiento de los  expedicionarios en dependencias del centro que dirigía.

Con gran pesar le comuniqué al Profesor mi imposibilidad de participar en la exploración. Las fechas fijadas para la expedición se coincidían con otras en las que había de presentarme en Madrid para optar a una plaza de Conservador de Colecciones en el CSIC. No solo eso, también  se superponía con las que me había fijado la Universidad para defender mi tesis doctoral sobre la avifauna de Ulla-Ulla. Estos dos asuntos, decisivos para mi futuro profesional, truncaron mi vuelta a Bolivia y me impidieron participar en la expedición.

Ello suponía un revés para mí, pues me había llevado casi ocho meses organizando los preparativos para realizar la incursión a la Serranía, en la que pensaba participar, y de la que ahora me veía excluido. Puse al tanto al Profesor de mi situación, lo cual imagino que para él no fue una grata noticia, pues siempre contó conmigo y, además, solo me conocía a mí entre los
participantes. Le indiqué que los responsables del equipo español en Bolivia serían Carlos Ibáñez y Curro Braza, que eran personas de trato agradable, muy experimentados en trabajos en el campo, que habían estado en Bolivia en otras ocasiones y que todo discurriría muy bien.

El día que partieron los expedicionarios hacia el aeropuerto de Sevilla, les ayudé con los equipajes y los despedí. Ya no tuvimos noticias de ellos hasta que el embajador de España en La Paz llamó a Castroviejo para comunicarle el trágico desenlace de una expedición que no pudo alcanzar sus objetivos, al truncarse sin apenas haber empezado, cuando el viernes 5 de septiembre de 1986, tras el aterrizaje de la avioneta en la cima de la meseta, el piloto Juan
Cochamanidis, un hombre afable y padre de cinco hijos, fue masacrado junto al Profesor y el guía Franklin Parada, y la avioneta que pilotaba fue posteriormente calcinada por los asesinos.

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